Por estos días es
muy sonada en mi tierra la canción que reza así:
Yo no olvido al año viejo porque me ha dejao cosas muy buenas: me dejó una
chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra…
A decir verdad yo
tampoco olvido al año viejo; aunque a mí no me dejó una chiva ni una burra ni
una yegua; sí me dejó una buena suegra “pero no tanto” como pa’ estarla cantando
a los cuatro vientos.
«…Me dejó. Me dejó. Me dejó cosas buenas, cosas muy bonitas…».
¿Qué me dejó el año viejo?
Me gustaría que se respondiera ésta pregunta, ¿qué
me dejó el año viejo? No pienso hacer teología de esta canción, simplemente
quiero que piensen en esto, ¿qué te dejó?
A mí me dejó
recuerdos multicolores: me dejó las marcas del borde de la muerte y lo
despiadado que es el ser humano sin Cristo. Este año me dejó gastada la espada
de tantas batallas libradas en los callejones de mi existencia. Me dejó
lágrimas abandonadas en los desiertos que por fin cruzamos y unas cuantas
cicatrices de la travesía de la vida. Mas todas las penurias vistas en contexto
con cada respirar, me veo en la obligación de cantar «…Me dejó. Me dejó. Me
dejó cosas buenas, cosas muy bonitas…». Me dejó mil y una
razones para ser agradecido: gracias a Dios. Gracias a la vida. Gracias a la
naturaleza. Gracias a la familia. Gracias a los amigos. Ni modo de hacer
menciones de cada por qué de mis gratitudes porque son innumerables.
Me dejó la
fascinante experiencia de vivir otra vez: respirar, soñar, cantar, llorar,
suspirar, amar, odiar, perdonar, ser perdonado, orar, leer, escribir, correr,
jugar, recapacitar, aprender, comer, dormir, hacer, trabajar, descansar,
visitar, servir, destruir, nadar (en mi caso, por lo menos intentarlo), viajar…
¡qué bella es la vida!
Me dejó sorprendido.
Bueno, en realidad quien me
sorprendió en cada amanecer fue Aquel quien jamás deja de sorprender la
humanidad: Jesucristo. Él se encargó de traerme lo inesperado, lo impensable,
lo imposible, lo sorprendente: ubicó en perspectiva correcta mis caminos, enderezó
mis pasos, soñó correctamente mis sueños, giró mi corazón hacia él, me enseñó a
pensar y atravesó mis propósitos con sus razones de vivir; me llevó a la otra
orilla cada vez que me di por vencido. En fin.
Me dejó encantado.
Sí, es una manera de decir feliz. El año viejo trajo más alegrías que
tristezas, más triunfos que derrotas, más perdones que ofensas, más chistes que
chismes, más besos que piedras, más amigos que adversarios, más abrazos que
desprecios, más frutas frescas que necesidades, más canciones que vergüenzas,
más regalos dados que recibidos. Y aunque la felicidad no siempre se compone de
lo egoístamente anhelado, todas sus manifestaciones encantaron el alma mía de
este maravilloso don de la vida.
Me dejó sueños. El
año viejo me dejó sueños realizados, otros en proceso, otros prescindidos,
otros empezados, otros nuevos. Ah, y con ellos la fuerza para emprender, para
luchar, para despertar. Es que soñar de brazos cruzados no sirve de nada, no
vale la pena. Los sueños verdaderos ampollan los dedos, encallecen las manos,
fatigan las fuerzas sin agotarlas, despiertan el compromiso y sacuden la
pereza. ¡Guárdeme Dios de soñar con mis brazos cruzados!
¡Ay, yo no olvido
al año viejo! como siempre estaré pendiente de no olvidar lo verdaderamente
importante: ¡Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguna de sus
bendiciones! El Señor perdona todas tus maldades, y sana todas tus dolencias. El
Señor te rescata de la muerte, y te colma de favores y de su misericordia. El
Señor te sacia con los mejores alimentos para que renueves tus fuerzas, como el
águila (Salmo 103).
¡Yo no olvido al año
viejo y ninguna de las bendiciones del Señor!
©2012 Ed. Ramírez Suaza
©2012 Ed. Ramírez Suaza