Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi, como nunca antes, un año lleno del favor Dios: pude y puedo darle mejores trámites a mis traumas, a emociones tristes, fracasos existenciales y vértigos en la fe. Me pasó que el pecado hirió sin compasión mi casa y todos quedamos agonizando. Los miedos hicieron una pandilla, todos ellos rodearon mi corazón, lo intimidaron patológicamente. Las inseguridades colonizaron mis pasos. Y la vida, aunque giraba, se me estancó en lamentos. Experimenté en carne propia ser inquilino del Tártaro (el abismo más profundo del Hades), a la vez del Paraíso. Quedé atrapado en los “termales del más allá”. El choque térmico entre un infierno en vida, simultáneo a los abrazos del Padre celestial en un derroche de ternura.
A causa del pecado devastador resulté al borde de la lengua viperina, de pie sí, pero sobre un solo pie y, como si esto fuera poco, con vértigos. Por meses parecía que mi vida dependía de lo que saliera de la boca serpentina que anhelaba mi destrucción: exageró mis faltas; aunque todas ellas graves y ciertas, en esa boca quedaron titánicas. Acomodó experiencias reales en conveniencia, fuera de contexto; quedé ante amigos, colegas, santos y otros como si fuese la encarnación del demonio. Las mentiras se apoderaron de la narrativa que dio cuenta del por qué yo estaba destruido, y ellas -las mentiras- terminaban de destruirme. No fueron mis pecados, a pesar de lo pecador que soy, los misiles que reventaron mi Edén desde sus entrañas, y a pesar de esto, me señalaron de culpable. Fue tan contundente la acusación que estuve tentado a creer, a aceptar una culpa de perversiones ajenas; de quien reposaba su vida en mi regazo, comía en mi plato y llegó a conocer a mi lado, por instantes, la felicidad. Su fuerza de maldad para empujarme al abismo, de repente, fue contrarrestada por un viento apacible, un viento como de Pentecostés que envolvía y envuelve mi ser, mis hijos, en equilibrios sobrenaturales.
Como pésimo inquilino temporal del Tártaro, no era para menos, me pudo el hecho de que se multiplicaran mis pecados a causa de la desesperación. Entonces, el sueño huyó de mí a la velocidad de la luz; las noches se hicieron colección de insomnios, esta colección se me convirtió en, involuntariamente, un escenario de recuerdos, imágenes tangibles de la perversidad que destruyó con fuerza soviética lo que fue mi huerto sagrado. Entonces lloré a torrentes, hasta más allá del cansancio. Fatigado de divagar por los sótanos del infierno (como diría la actriz y comediante colombiana, Alejandra Azcárate), alcé los ojos al cielo y vi que un séquito de ángeles me había rodeado en afecto, perdón, compasión, oración, evangelio y ternura. Así, trozos del cielo quedaron tendidos a mi camino. Ellos me trajeron descanso. Por ellos resucité cantidad de veces, contemplé a Dios en mis oscuros caminos; voy encontrando una salida a laberintos de confusión, desesperanza y acusación.
Hoy, que publico estas confidencias de mi alma, hace exactamente un año que la vida casi me mata de un golpe; mi ser quedó desparramado sobre el suelo en incontables tiestos. Hoy, un año después, soy un manojo de remiendos que el Omnipotente no deja morir, sobre el cual sigue soplando vida y al cual sigue hablando: —No tengas miedo. Yo te ayudo.
El soplo de su poder vivificador y su voz proveedora de vida hace que mi ser responda en gratitudes sinceras, alabanzas sentidas, oraciones cristalinas y viscerales; pasos firmes en pos de la santidad alegre, porque el gozo del Señor es mi fortaleza y porque hasta aquí me ayuda Dios. Hoy que estoy de aniversario extrañamente nuevo, puedo asegurarte mi estimado lector que son muy ciertas las palabras de S. Pablo apóstol: —sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman.
Confío en Dios que también descubrirás belleza y esperanza en medio de tus padeceres.
¡Dios contigo!
©2024 Ed. Ramírez Suaza