Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi el evangelio que me avergüenza. Y qué vergüenza cuando al correr con maña de abuela esa cortina curtida de tiempo que mi doña tanto prefiere, contemplo un pedacito de la realidad cristiana. Aquí entre nos, a grosso modo, a esto me refiero: un evangelio vacío de amor. Al decir "amor", no estoy hablando de esos ósculos santos que babean o le colorean a uno las mejillas entre un saludo fraterno ni a esos abrazos de adolescente evangélico que con maña disimulada oculta su avivamiento hormonal, mucho menos a las repeticiones que el director del culto nos hace decirle al del lado: -te amo, ¡como estás de lindo!- Me refiero a esas miradas que discriminan más que la Piraquive esa, a quienes la billetera no le alcanza para su amistad. La arrogancia de otros por logros económicos, laborales, académicos, cualquiera sea, que obstaculiza a la iglesia para una expresión libre de la caridad. Esa indiferencia de comunidades prósperas para con aquellas menos favorecidas, donde la preocupación está en la estética de sus templos y no en la maravilla de compartir con quien le hace falta. Denominaciones cuyas sedes centrales acaparan significativas sumas de dinero, olvidándose de las sedes en los pueblos y veredas que llevan del arrume. Este evangelio me avergüenza.
Me avergüenza el evangelio que viene haciendo de la fe un comercio espectacular. Susodichos líderes con habilidad mamónica[1] para exprimirle a una piedra el agua que no tiene; capaces de venderle al ignorante cuanta sanidad, conversión, liberación, prosperidad y otras cosas se les ocurra. Y me avergüenza aún más el uso descarado de términos bíblicos como “pacto”, “siembra” en sus aberrantes avaricias.
Me avergüenzo del
evangelio farandulero, exaltador de hombres y mujeres minister star,
que entran a la iglesia como dioses de la congregación entre bombos y
platillos; intocables, inalcanzables hasta para sus propios feligreses. Agotan
los adjetivos que los miembros de la iglesia debemos atribuirles: profeta,
apóstol, patriarca y de ahí pa’ arriba cuanto delirio les venga en gana. Y si
va y son músicos infectados de la misma vaina… ¡deje así mejor!
Prefiero silenciar esa
moda perversa de pastores que hacen firmar exclusividad al cantante famoso del
año, para hacerlo su salmista estrella y congregar masas en lujosos auditorios
donde se confunde la gente: ¿esto es un culto cristiano o un show?
Me avergüenzan los
ministros que se suben al púlpito con una galería de ignorancias e
improvisaciones absurdas, sin sentido y sin relevancia para la salvación,
llamando sus bobadas “palabra de Dios”. Más aún, esa esquizofrenia hermenéutica
que ve en el texto bíblico lo que el texto bíblico no muestra, y dicen lo que
la Biblia no dice.
Me avergüenza el
evangelio jumper, sí, consiste en saltar de iglesia en iglesia
buscando un dios a la carta, uno que satisfaga mediocridades, sea alcahuete con
el pecado y brinde un confort de tibieza extraordinario.
Espero no sea tarde para
hacer mención de las extraordinarias excepciones reales: no todos los pastores
somos así, todavía existen hombres y mujeres íntegros en el ministerio eclesial
y que tampoco todas las iglesias ofrecen un diagnóstico tan pusilánime. Existen
remanentes de Dios en todo el mundo al que vale la pena subrayar, valorar,
elogiar, emular y asistir.
Hay un evangelio sin igual, el evangelio de Jesucristo. Popularmente decimos que evangelio son “buenas nuevas”, con un panorama completo de la biblia, evangelio también es, a veces, “malas nuevas”. De todo esto hay una extensa teología de la cual recojo una minúscula parte: evangelio significa anunciar a Jesús como el Señor del mundo, quienes anuncian este evangelio se comprometen a hacer evidente ese señorío en cada aspecto de su vida. No sólo anuncian, se enfrentan a las potestades de este mundo diciéndoles que se les acaba el tiempo y que le deben lealtad a Jesús resucitado, que hay una manera diferente de vivir la vida, caracterizada por el amor entregado, la justicia, la honestidad y la trasgresión de los obstáculos tradicionales que reforzaban las divisiones entre los seres humanos.[2]
Y francamente, de este
evangelio no me avergüenzo porque es poder de Dios para salvar a quienes creen.
©2014
Ed. Ramírez Suaza