El tejido de la
existencia humana se compone además de peleas que vamos dando en el devenir de
la vida. Peleamos porque sí o porque no; siempre tendremos o encontraremos
motivos para pelear. No solo motivos, también con quienes. Seamos francos:
peleamos con nuestros padres, con nuestros hermanos, con nuestros amigos, los
que somos casados con nuestros cónyuges; con los vecinos, con el que se
atraviese. Y algunos más estúpidos o más santos (no lo sé) peleamos con Dios.
El hecho de que peleamos con algunas personas no hace de ellas nuestros
enemigos; sencillamente nos hace algo humanos. Pero pelear con Dios,
definitivamente es “pelea de tigre con burro amarrao”.
En una maravillosa
experiencia de Dios nos vemos obligados a reconocer todo nuestro desacierto,
toda nuestra errancia, todo nuestro fracaso e invitados a comprender, aceptar y
a echar a rodar un nuevo proyecto de vida a la luz de la verdad y el amor. Sin
perder de vista que, andar a la luz de una acertada comprensión de la verdad y
el amor nos incomoda por completo la vida. Y ahí es cuando nos atrevemos a
disentir de Dios, en algunos casos más agresivos que otros, pero en todos los
casos provechosos. Bien dijo Luis Alonso Schökel: Ir a Dios en profundidad es
luchar con Dios; el ser humano se abre a la trascendencia escuchando, mirando,
peleando con Dios.[1]
Muchas veces es
necesario que Dios venga a nosotros como luchador, y preciso en ese instante
nos encontramos en el cuadrilátero frente a él. Algunos pensamos que igual a
Jacob podemos pelear con Dios y salir triunfantes (Génesis 32.22-32), pero la llave que Jacob le aplicó a Dios para derrotarlo es única: oración intensa con
ruegos y llantos (Oseas 12.4). Fue una pelea extraña: con puños de lágrimas y
vociferaciones de ruegos; pero eficiente. Jacob sale del cuadrilátero herido
pero bendecido. Si leemos el pasaje de Génesis sin atención y sin el resto del
relato, podemos pensar que Jacob obtuvo algo especial de Dios al vencerlo; pero
si prestamos atención a los detalles y al contexto veremos con claridad que fue
Dios quien obtuvo todo lo que quería de Jacob.
Cuando Jesús lucha
igual que Jacob, con ruegos y llantos en un cuadrilátero frente al Padre, sale
con un triunfo de otro color: derrotado. Jesús ruega, llora, suda gotas de
sangre pidiendo que pase de él ese cáliz; pero sale de allí dispuesto a
beberlo. No logró derrotar al Padre (Lucas 22.39-46). Pero sí salió triunfante,
así lo confirma la resurrección.
Si optamos pelear como
Jacob y Jesús con Dios, fijo que salimos vencidos, bendecidos, transformados,
dispuestos a cumplir la agenda de Dios. En palabras más sencillas: entramos a
la lona contemplando la posibilidad que Dios bendiga nuestra voluntad, planes,
proyectos; y salimos de allí con nuestro parecer totalmente sumiso al de Dios.
¡Esa es nuestra victoria!
He peleado decenas de
veces con Dios, y he llegado a pensar lo que dijo Job: -¡Cómo quisiera saber
dónde hallar a Dios! ¡Iría a verlo hasta donde él se encontrara! En su
presencia le expondría mi caso, pues mi boca está llena de argumentos- (Job.
23.3-4). Creo que se refiere a la presencia de Dios de manera perceptible a los
sentidos. Y no me da miedo pelear con él, Job también dijo: -Ante Dios, el
justo puede razonar con él,...- (Job. 23.7). Aún así, siempre salgo derrotado
de la lona, pero consciente de esta verdad: nuestra mejor victoria es salir
derrotados de Su presencia.
©2014 Ed. Ramírez Suaza