El Amargo
Sabor De La Dulce Caída II
una cita con el silencio
Mirando yo por entre
la celosía de la ventana de mi casa, vi a un poderoso hombre en una cita con el
silencio. Él acaba de matar uno de sus más fieles peones para seguir de amante
con Betsabé, su esposa. Luego de ser capaz de vestirse con hipocresía, saludar
de abrazo, quizá también de beso, al dueño legítimo de su amante y darse
cuenta que este hombre no da doblez a sus lealtades, no queda más remedio que
sentenciarlo a muerte. No desde un juzgado legítimo, sino desde las sombras de
las negras confidencias entre un rey y su general. David, el gran rey, aparte
de ser adúltero, ahora también es un vil homicida. Su conciencia se lo grita
cada amanecer, cada atardecer e inevitablemente cada anochecer; inclusive en
los sueños que atormentan sus noches. Como si fuera poco, luego de matar a
Urías se casa con la viuda, Betsabé, para “legitimizar” sus concupiscencias.[1]
Todos estos actos
aún no asoman a la opinión pública. David se esfuerza por prevenir escándalos
que irremediablemente comprometerán su imagen. Por un año el rey David se dio
cita con el silencio. Por 365 días, aproximadamente, este hombre amordazó su
sinceridad, su franqueza, su corazón para permitir dentro de sí mismo un festín
de acusaciones de lujuria, adulterio, hipocresía, asesinato. El silencio a
demás de ser un indicativo de alguna resistencia,[2]
era quien se encargaba de succionarle poco a poco la vida. Él mismo llegó a
describir su experiencia silenciosa: Mientras callé, mis huesos envejecieron, pues todo el día me quejaba. De
día y de noche me hiciste padecer; mi lozanía se volvió aridez de verano.[3]
El silencio mata, especialmente a aquellas personas que han gustado de los
deleites de la integridad. Si Ud. ha sido íntegr@ le será fácil comprender lo
que digo.
En estos casos, ¿por
qué callamos? Callamos porque la vergüenza supera nuestra valentía. Callamos
porque la culpa avasalla la voluntad. Callamos porque la fría soledad así lo
propone. Callamos por temores al rechazo, al señalamiento, a las acusaciones.
Callamos porque nos gusta ser aceptados. Callamos por una y mil razones más.
Pero callar enferma. «No hay nada tan atormentador y devastador para la vida
como los pecados ocultos de la carne»[4]
Bien dijo Hans Joachim Kraus, «La culpa retenida en el hombre, guardada en
silencio, tiene efectos destructores y consumidores sobre la condición física
del individuo.»[5]
Esa culpa retenida
con silencio a David lo estaba eliminando: perdió equilibrio interior, la
tranquilidad de sus pensamientos. La queja comenzó a ser el escondite favorito
de sus culpas, mientras la fiebre agrede su salud y el insomnio su paz. A pesar
de estar rodeado de centenares de personas y de casarse con la viuda de su
víctima, la soledad no le abandona. Entre David y Dios hay un abismo que los
separa. Ese abismo tiene nombre propio: silencio.
El silencio ha sido
por siglos cómplice de nuestras dañinas culpas. Esas, las encargadas de
hacernos sentir, a veces con justa razón, sucios, pordioseros, viles,
miserables. El silencio es el abrevadero donde al escondido alimentamos pecados
ocultos, donde en la oscuridad irrumpen otros males que nos recluyen la
sinceridad, el anhelo de confesarnos, arrepentirnos y experimentar el remanso
del perdón.
Continuará…