jueves, 26 de noviembre de 2020

ENCUÉNTRATE EN MÍ

un redescubrimiento de sí mismo en la mirada de Dios

 

Génesis 32.22- 32



Escuchando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, oí una y otra vez a gentes decir: -¡Voy hacer un viaje para encontrarme conmigo mismo!-

A decir verdad, buscarse a sí mismo me parece un ejercicio legítimo; ya que todos en algún momento de la vida nos hemos perdido.

En cuanto a la búsqueda de sí mismo, también cabe decir: es imposible que nosotros mismos nos encontremos. El verdadero hallazgo a nuestro ser acontece cuando es Dios quien nos encuentra.

Así, como aconteció en los relatos bíblicos del patriarca Jacob, un hombre quien se perdió así mismo en el vivir y desvivirse de su existencia, hasta que de maneras maravillantes y sorpresivas fue hallado por Dios.

El ciclo de Jacob en el Génesis comienza en el capítulo 25 con esta expresión particular del libro: ‘elleh toledot que traduce al español: “estos son los descendientes de…” y desde entonces la vida de Jacob se desarrolla entretejida con la de Dios para introducirnos a lo que la teóloga española, Elisa Estévez, llama: la pedagogía del sentido. Sentido al que renunció Jacob cuando encontró en el engaño y en el fraude el sobreponer sus intereses por encima del de los demás.

Encontró en el fraude y en el engaño las riendas con las cuales asumir su existencia.

El inicio de su vida quedó grabado con las huellas de rivalidad que tejió con su hermano Esaú desde que era un feto y que se volvió más tensa cuando engañó a su padre Isaac, aprovechando que éste estaba lleno de días e invidente, a fin de “robarse” la bendición que correspondía, de manera exquisita, a su hermano.

Bien dijo Esaú lamentando la trampa de Jacob: «Con razón se llama Jacob, pues me ha suplantado estas dos veces: se llevó mi primogenitura, y he aquí que ahora se ha llevado mi bendición» (27.36).

Esta trampa colosal obligó a Jacob a emprender una huída.

Sí, huir de su hermano; de su casa y -¡quién lo creyera!- de sí mismo.

No sólo Esaú llegó a lamentar con profundo dolor los engaños de su hermano; Labán, quien sería su suegro, también experimentó en carne propia las trampas de Jacob, pues con mañas y astucia se hizo rico despojando a su suegro de animales, quien tampoco jugó limpio con él.

Bien podríamos afirmar que esta vez fue una relación de trampas entre tramposos.

Así se fue consolidando la vida de Jacob, desvinculado por completo de la honestidad y la honradez.

La noche o la oscuridad ha desempeñado un papel importante en la vida de este hombre: pues en la oscuridad de los ojos de su padre robó la bendición de su hermano. En la noche, amando a Raquel, le fue dada como esposa a su cuñada Lea. Apareció en el camino de Jacob uno de su propia calaña, uno que también aprovechó la oscuridad para engañarlo.

Como también aconteció en la oscuridad de la noche que Dios lo encontró.

Faltando todo por decir respecto a su vida, ocupémonos de aquella noche maravillosa, aquella bendita oscuridad en la que Jacob se pudo ver, al fin, en la mirada de Dios.

El día de aquella noche fue para Jacob como algo fatídico; presentía lo peor para sí. Su peregrinaje en dirección a casa le obligaba a encontrarse con su hermano Esaú.

Angustiado.

Preocupado e invadido de temores, empezó astutamente a mandar regalos a su hermano en grupitos de animales: camellos, vacas, ovejas; en fin. Jacob esperaba que cada presente lo sensibilizara un poco.

El colmo en aquel día fue cuando, para librar su pellejo, envió a sus mujeres y a sus once hijos delante de él, esperando el mismo efecto en su hermano: compasión.

Al caer la tarde y llegar la noche, Jacob se quedó sólo, luchando, hasta que dio con un contrincante: Dios mismo.

Regularmente nos cuesta entender la lucha de Jacob contra Dios, como si este hombre hubiese podido agarrarse de Dios, de su mano o pie y no soltarlo.

La pregunta que nos interrumpe el relato puede ser la siguiente: -¿cómo puede un hombre agarrar a Dios y no soltarlo?- Oseas 12. vv. 4 el final y vv. 5 nos ofrecen un comentario bíblico al respecto. Dice así: Jacob, “cuando fue adulto luchó con Dios. Luchó con el Ángel y le venció, lloró y le imploró. En Betel lo encontró y allí habló con él.”

La oscuridad y la soledad de aquella noche propiciaron un encuentro especial entre Jacob y Dios, porque dicho encuentro se tejió con los hilos de la oración y de la intercesión.

Fue una vigilia en la que el patriarca se humilló de corazón, y con plegarias viscerales clamaba: -¡Bendíceme! ¡Bendíceme!-

Fue intensa la noche.

Fue intenso su clamor.

El texto sagrado dice que Dios mismo le pedía que dejara de hacerlo; que ya era suficiente clamor; pero el patriarca con más sinceridad, una de la cual no tenía idea de que la poseía, oraba con más fervor: -¡Bendíceme! ¡Bendíceme!-

Ante visceral insistencia, Dios lo bendijo dislocándole el fémur. Esta es una manera extraordinaria de decir que Dios cambió su manera de caminar. También fue bendecido con un nuevo nombre: Israel.

Jacob estuvo perdido, se buscó a sí mismo en Dios.

Se rindió.

Dejó de luchar con mañas y engaños para empezar a luchar con plegarias, súplicas, oraciones viscerales que no se apoyaban en su propia astucia, sino que se apoyaban en la bondad del Dios de sus ancestros.

Un día Jacob fue capaz de robarse una bendición; en el cap. 27.35 le dijo Isaac a Esaú: -Ha venido astutamente tu hermano y se ha robado la bendición.- Pero esta vez, no fue capaz de robar una bendición más; se agotó su astucia, Dios lo llevó al fin de su propio engaño; tuvo que reconocerse incapaz de seguir robando; entonces se dio cuenta que podía luchar con Dios en oración.

En aquella oscuridad sus ojos empezaron a verse con claridad, en la medida que su Dios, el de Betel, iba siendo invocado. Su invidencia, en relación con su propio ser, fue siendo curada.

Dios se manifestó a él.

En aquella manifestación pudo conocer dos personas: se descubrió a sí mismo en Dios y vio a Dios.

Transcurrida una noche de intercesión, de lucha con Dios; comenzó el amanecer, la luz del día y la luz de Dios que generaron cambios profundos y sustanciales en aquel patriarca, y su petición fue respondida. Jacob rogó toda la noche para ser bendecido, y Dios lo bendijo con una herida y una nueva identidad. La herida transformó por completo su manera de caminar, y el nombre le resignificó la vida; en aquel momento Jacob sintió que una identidad falsa, embustera que le acompañó todos los años vividos hasta ese entonces; se diluía entre las sombras que empezaban a ser derrotadas por la luz de un nuevo día y la verdad le empezaba a liberar de todos sus fantasmas, temores, demonios, embustes y fracasos. Se encontró en Dios, allí se descubrió y encontró un nuevo significado para su existir: ¡Israel! Un luchador. Un valiente que se atrevió a enfrentar a Dios y triunfó.

Por primera vez Jacob se pudo contemplar a sí mismo como cuando alguien se contempla en un espejo, sólo que este hombre se contempló en la mirada de Dios. Y en ella, él no era un embustero, tramposo, ventajoso, embaucador. No señores; era un vencedor.

Nunca podremos vernos a nosotros mismos en alta definición, hasta que no nos descubramos en la dulce mirada de Jesús.

Cuando Jesús luchó igual que Jacob, con ruegos y llantos en un cuadrilátero frente al Padre, salió de allí con un triunfo de otro color: derrotado. Jesús se encontró en el huerto Getsemaní a punto de ser entregado para ir a la cruz. Muchas fueron las sensaciones que invadieron su vida y le hicieron pensar que podía existir en la mente del Padre celestial un “plan B”: -Padre, si es posible pasa de mí esta copa-. Este ruego lo hizo durante tres horas. Según Lucas, Jesús rogó, lloró, sudó gotas de sangre pidiendo que pasara de él ese cáliz. Pero no funcionó: Dios le dio el cáliz que Jesús quería evitar.

A veces salimos de la presencia de Dios triunfantes, le ganamos. Aunque en realidad él gana siempre. O salimos como Jesús, con una derrota tan clara como el cristal. Pero al final, Jacob y Jesús triunfaron a la manera de Dios. Jacob salió herido, cojo, pero bendecido. Jesús salió como el Señor de señores; así lo confirma la resurrección.

Es que, no hay mejor victoria que salir de su presencia derrotados.

Además, con un tesoro invaluable: nos re-descubrimos hallados, encontrados, contenidos en Dios.

Cada que me siento extraviado, en Cristo estoy; en él me encuentro.

Si alguna vez te llegas a extraviar, recuerda: te encuentras en Dios.


©2020 Ed. Ramírez Suaza  

 



[1] Paráfrasis de un poema de Teresa de Jesús titulado: “Búscame en ti”.

lunes, 19 de octubre de 2020

TORMENTAS

TORMENTAS
cuando la mente se mueve como una centrifugadora


En la galardonada novela “El despertar de la señorita Prim” escrita por Natalia Sanmartin, aparece una muy llamativa conversación de la cual les comparto un diminuto segmento:

-Hábleme del fragor, señorita Prim. Nunca habría imaginado que una cabeza tan pulcra y delicada como la suya albergase una tormenta, créame.-

 Entonces ella respondió:

-Le advierto que no sé cómo explicarlo del todo– comenzó. -Digamos que hay días, aunque afortunadamente son pocos, en que tengo la sensación de que el interior de mi cabeza se mueve como una centrifugadora.-

 

Entre el vivirnos y desvivirnos también albergamos tormentas dentro de la cabeza.

La mente, como si fuese una centrifugadora, hace girar descontroladamente un montón de angustias; preocupaciones; miedos; incertidumbres; afanes; dudas; desencantos; emociones… y muchas cosas más, empujando despiadadamente al alma sobre incomprensibles remolinos de desesperación, de acoso por suplir lo necesario y lo innecesario; casi siempre, apremiado por alcanzar lo básico para sobrevivir.

 

Así, no nos va quedando tiempo de ser humanos.

Así, quedamos desvinculados de la trascendencia; de la dignificación existencial; del gozo; de la paz.

Así, se nos borra del camino el sentido para peregrinar la vida.

Así, nos vamos cansando de preguntar: -¿habrá un día en el que cesen estas tormentas?-

 

Las Sagradas Escrituras exponen diversas mentes que albergaron inmensas tormentas, quienes entre confesiones sinceras llegaron a decir:

·        ¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? (Salmo 42.5).

·        …me hizo sacar del pozo de la desesperación… (Salmo 40.2).

Jesucristo también llegó a padecer violentas tormentas en su interior, y en un momento de insoportable angustia clamó: -Padre mío, si es posible, pasa de mí esta copa…- (Mateo 26.39).

 

Imagina lo tormentoso que es un alma abatida.

Imagina lo tormentoso que es un interior humano perturbado.

Imagina lo tormentoso que es sentir la mente atrapada dentro de un pozo de desesperación.

O no. No necesitas imaginarlo, porque precisamente tu cabeza por dentro, ahora mismo, se mueve como una centrifugadora.

 

Esta vorágine produce en el alma sed. Apetito. Ganas. Ansia.

Anhelo de oasis.

Añoranza de sosiego.

Calma. Deseo desesperado de calma.

Un querer: ser capaz de silenciar por un momento la mente.

Un ojalá. Sí, de ser arriesgado para decirle a la tempestad: -¡silencio!- Y que haga silencio.

 

Poetas de antaño, como Los Hijos de Coré, en medio de un tsunami allá, adentro del alma, llegaron a reclamarse a sí mismos: -¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí?-

Esta pregunta retórica para dialogar consigo mismo, insinúa dulcemente la desesperación que les produjo existir con el alma en tempestad. Ante la desesperación, los poetas se animaron a esperar en Dios. Algo similar ocurría dos poemas atrás en el libro de los Salmos (Salmo 40), cuando el orante decía: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó a mí… me sacó del pozo de la desesperación…-

 

En Dios espera el cristiano.

Espera el diligente; el paciente; quien cree y quien ama.

Sin fe y sin amor es imposible esperar.

 

Esperar es la acción arriesgada con la que, por la fe y el amor, se mueve el esperante hacia lo esperado, porque la esperanza cristiana es activa, no pasiva; es operativa y no meramente contemplativa.[1]

Esperar en Dios nunca ha significado cruzarse de brazos, todo lo contrario, ha significado y significa desplazarse en dirección a lo que espera. Luchar por su esperanza. Esforzarse por ella sin caer en la tentación de desesperarse.

El esperante en Dios persiste en esperar. Y como una recompensa poética, en la belleza de haber esperado, pueda decir para maravilla de otros: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó a mí y escuchó mi clamor. Me sacó del pozo de la desesperación… puso mis pies sobre una roca y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca un cántico nuevo…- (Salmo 40).

Los poetas, Hijos de Coré, decían en el dulce reclamo a su propio ser: -Espera en Dios; porque aún he de alabarle…-

Esperar en Dios es el arte humano de confiarle plenamente la vida. No sólo cuando la cabeza alberga tormentas, también cuando alberga una calma o una calma peligrosa.

 

Ninguna tormenta es para siempre.

Ninguna calma es para siempre.

Existimos entre compases amalgamados que van y vienen entre la calma y la tormenta.

Al llegar la tormenta, esperamos calma. Al llegar la calma, esperemos tormentas.

Bailando el vals de estas esperas, vamos confiando en Dios, porque aún hemos de alabarle.


©2020 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Juan L. Ruiz de la Peña. “Esperar en tiempos de desesperanza”. Revista de espiritualidad, 52 (1993), 85-104

martes, 7 de julio de 2020

TRAICIONES


Un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien.

J.R.R. Tolkien 


Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi por fin una de las cosas más sorprendentes de la existencia humana: un abanico de auto-traiciones muy amadas, por más odiosas que puedan ser; capacidades dolorosas de quebrantar la fidelidad que nos debemos, manifestando así una falta de respeto consigo mismo.

Muchas veces hemos sido nuestros propios Judas: vendemos nuestras preciosidades del alma por menos que veinte míseras monedas de plata.

Pocas veces somos atrevidos para hablarnos de esa capacidad innata de dar la espalda a quien se nos ocurra sin explicaciones, sin justificaciones justas, sin argumentos lógicos, sin humildad para reconocerlo.

Corazones bellacos, aun, para consigo mismo.

Me resulta insólito pensar que las capacidades de auto-traición parecen ser inherentes en el ser humano desde su nacimiento. Quien se auto-traiciona lo hace por confusión, porque se auto-engaña al encontrar en sus lógicas, razones para evadir la verdad que le duele o que le resulta desagradable o inaceptable. Ejemplo, cuando en la vida conyugal uno de ellos es infiel. Quien padece el engaño, justifica las ausencias del otro. Justifica sus desamores; se somete a vivir en las ascuas de la duda y se esfuerza por creer las excusas de quien engaña. No acepta la verdad porque es más doloroso. Se esfuerza por hacer del auto-engaño un mecanismo de defensa, pero es una defensa que hiere profundamente. Es un escudo con filo agudo, que sólo hiere para un sólo lado; para el lado de quien lo usa. De iguales modos o semejantes, nos auto-traicionamos la vocación; la misión existencial que discernimos para nosotros mismos; nuestros deleites sagrados; nuestro proyecto de vida; nuestros descansos y posibilidades de paz interior; nuestra fe.

Quien padece de estos infortunios debe aprender a tener autocompasión; a ser amable consigo mismo; a intentar comprenderse; a conocerse. Porque, entre otras, la auto-traición marchita al alma; amarga al corazón; llena de frío la existencia; desorienta los pasos; nubla el camino; borra la dulzura de los ojos y llena de hiel la boca.

Todo ser humano debe aprender a redescubrirse en la mirada de Jesús, como si sus ojos fueran el espejo a través del cual cada uno puede mirarse, contemplarse, conocerse, apreciarse.

En otros espejos, en otras miradas; la verdadera identidad se escapa, se esconde, se deforma.

En la mirada de Jesús, el ser humano es invitado a vivirse como criatura en las manos de Dios. Y en un instante revelador, “la humildad se le propone como epifanía de su auténtico ser, como experiencia de humanización, y al mismo tiempo, como ámbito de revelación del rostro de Dios.”[1]

En plena conciencia de quién es y de quién es Dios, amarse a sí mismo es inevitable.

Serse fiel es placer.

Autocompadecerse es camino.

Redescubrirse es vida.

Auto-perdonarse es aprendizaje.

Reorientarse es un don.

La fidelidad es creadora del ser y en su camaradería con la verdad es liberadora.

En la fidelidad de Dios, el ser humano se permite construir y ser construido como mejor persona; como mejor amigo de sí mismo, de su prójimo y de su Creador.

En la verdad de Dios, el ser humano se libera y es libre de los engaños, algunos con dulce apariencia que le enajenan con miedos, inseguridades, caprichos pasajeros y posibilidades continuas de auto-traición.

Recibir el don de la fidelidad y de la verdad, es volver a vivir.

Es vivir en aras de plenitud.

Profesarse fidelidad es equivalente a amarse libremente. Inclusive, amarse puede ser referente para poder amar a otros con libertad: “ama a tu prójimo como a ti mismo”.

La vida es bien vivida cuando se aprende a existir con respeto. Respeto a Dios. A sí mismo y a los semejantes. La vida es mal interpretada y mal vivida cuando se pierden todas las posibilidades y oportunidades de respetar su propio ser y el de los demás.  


©2020 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Elisa Estévez L. “Para tu libertad bastan mis alas: encuentro de Jacob con la divinidad.” Aletheia. He visto al que me ve. EVD, Estella, (2006): 92- 125


jueves, 16 de abril de 2020

SILENCIO


Quien posee de verdad la Palabra de Jesús
es capaz de captar también la elocuencia de su silencio y dejarse invadir por él.
Carlos Eymar


Paisajes hermoso Que nos Regala nuestro PADRE Gudelia santanaEscuchando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, escuché el silencio de Dios.
Armónico
Sublime
Sincero
Desesperante
Profundo
Elocuente


En el principio Dios comenzó a manifestarse en su creación a través de la palabra, y fue con ella que derrotó al primer caos, la oscuridad y al vacío que sufrían los cielos y la tierra (Génesis 1).
Muy después, el ser humano comenzó a discernir que Dios mismo se identifica en la Palabra; y dicha comprensión la logró plasmar, sujeto al soplo del Espíritu, en estas líneas poéticas:

En el principio ya existía el Verbo,
y el Verbo estaba con Dios,
y el Verbo era Dios.
Él estaba con Dios en el principio.
Por medio de él todas las cosas fueron creadas;
sin él, nada de lo creado llegó a existir (Juan 1.1- 3).

Dios que es la Palabra, nos dio las palabras.
Él que es la Palabra, usó palabras para dialogarnos y en esta iniciativa nos ha hecho cercanos. Amados. Importantes. Responsables de escucha.
Hemos sido creados también para escuchar los lenguajes del silencio; con mayor atención al Dios del silencio. Porque “el silencio es una forma de hablar que para ser entendida exige una actitud silenciosa” (S. Ignacio de Antioquía). Así como la música se compone de sonidos y silencios, el diálogo con Dios se posibilita entre palabras y silencios. Esto es arte y estética de la oración.

Pese a que la realidad es un lugar donde vienen aconteciendo muchos ruidos; el lugar menos silencioso es el corazón humano. El bullicio interno fragmenta las almas, corroe la vida y asfixia esa capacidad -casi divina- de maravillarnos ante lo bello, sublime y placentero que es escuchar el silencio de Aquel quien es la Palabra.

Pareciera ser que uno de los más lamentables padecimientos hoy entre los mortales es la discapacidad auditiva. Aprendimos a negarle escucha a quienes la necesitan, a quien nos la pide con dulce insistencia: “quien tenga oídos para oír, que oiga”. Inclusive nos negamos la escucha a nosotros mismos. Bien nos caería que el Maestro de Galilea nos sorprendiera con esta exhortación: “el que tenga oídos para oír, que se oiga”.
Nos está costando escuchar las palabras; más aún, nos resulta como un imposible escuchar el silencio.

Dios ha querido callar muchas veces y ¡lo ha hecho! Quizá hoy lo esté haciendo otra vez. Si ha querido callar por estos días, bien podríamos también callar y tejer con silencios una experiencia de Dios genuina, profunda y trascendente. Ahora bien, si no somos capaces de unirnos al silencio de Dios y al Dios del silencio; podemos abrirnos al lamento, lo cual es perfectamente legítimo, uniéndonos a los poetas bíblicos con palabras sentidas y nacientes de la hondura del alma afligida como estas:

¿Por qué, Señor, te mantienes distante? ¿Por qué te escondes en momentos de angustia?- Salmo 10.1
● Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lejos estás para salvarme, lejos de mis palabras de lamento. Dios mío, clamo de día y no me respondes; clamo de noche y no hallo reposo. Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡tú eres la alabanza de Israel!- Salmo 22
Escucha, Señor, mi oración; llegue a ti mi clamor. No escondas de mí tu rostro cuando me encuentro angustiado. Inclina a mí tu oído; respóndeme pronto cuando te llame.- Salmo 102.1-2

El lamento es el apetito inmenso por escuchar a Dios, por sentir que en verdad sus plegarias han sido escuchadas y su voz atendida con diligencia; es el grito que pide confirmación al cielo de que sus oraciones sí llegaron hasta el corazón del Padre.
Insisto: nuestros diálogos con Dios se tejen con hilos de silencio y palabras.
Dios sabe escucharnos las palabras y los silencios. Nos corresponde aprender a escuchar su Palabra y sus silencios. Bien llegó a decir S. Kierkergaard: Dios -ya calle o ya hable, siempre es el mismo Padre; el mismo corazón paterno, cuando nos guía con su voz o nos eleva con su silencio”.

©2020 Ed. Ramírez Suaza 


martes, 11 de febrero de 2020

¡VANIDAD DE VANIDADES! Y ANTÍDOTO



La vanidad es arquitecta de apariencias e impulsora de villanías.


Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi la fuerza magnética y deshumanizante de la vanidad. Vi personas malgastando la vida al perseguir, como si fuese vocación, las cosas que por oferta de estas nuevas modernidades les hacen sentir un prestigio social.
La esencia de la nueva oferta vanidosa consiste en esclavizar al ser humano al consumismo y en efecto dominó, a una desesperación sentimental por exhibir lo adquirido: ropa, tecnología, bienes, autos, amores, cuerpos… No se consigue, al parecer, resistir la tentación de presumir lo que logra, buscándose a sí mismo en los demás. Así, la persona disfraza su verdadero ser con esfuerzos desmedidos de querer parecer y proyectarse desde lo que no es,[1] porque “El vanidoso quiere ser alabado, aplaudido y admirado y siempre lo anda buscando.”[2]
Sin un amasijo de adulaciones siente desvanecerse en el sinsentido propio de su vana vida.

La vanidad es un abismo contra el alma, quien en ella cae nunca toca fondo.
Es un constante caer y caer y nunca dejar de caer, porque la vanidad es también un vacío.[3]
Es fácil llegar a ser vanidoso, inclusive sin darse cuenta, pues cada día hay que enfrentarse a una gigantesca industria de vanidad y a unos espíritus hinchados por ella misma, cuyas seducciones pueden ser irresistibles, aunque una mirada franca las reconocería como tiranas. Ella nos declaró la guerra y no sólo ha alcanzado significativos triunfos en nuestro ser, ha logrado endiosarse en estratégicos escenarios humanos como son la belleza; el trabajo; la religión; la política; las riquezas y otros.

Nos queda la responsabilidad de demoler la vanidad, antes de que ella lo continúe haciendo con nosotros. La vanidad del corazón propio. Porque la vanidad al timón de la vida es peligrosa: “destruye a quien la padece y a quienes padecen al vanidoso.[4]

Dios se ha pronunciado contra nuestras vanidades y no cesa de hacernos el reclamo: -Hijos de hombres, ¿Hasta cuándo amarán la vanidad y buscarán la mentira? - (Salmo 4.2).
El reproche divino exige un cese de apetitos desmedidos por la vanidad y la mentira. Éstas conforman un matrimonio indisoluble, porque la vanidad siempre necesita de mentiras para poder sostenerse y cautivar el corazón humano con engaños que provocan ilusión, pero finalmente sólo pueden dar desencanto.

La contrapropuesta a un sistema envolvente de vanidad es la humildad. Ella es la alternativa para una vida que aprende a amar la belleza de la sencillez, no porque disfrute de cierta simpleza existencial; por el contrario, es una capacidad infatigable de maravillarse ante el don y el dador de la vida. Quien aprende a existir en la ruta de la sencillez, al alcanzar un logro; al adquirir algún bien; al encontrar un bonito amor; al practicar la piedad, no sufre de desesperación sentimental por exhibir todo esto con insaciables apetitos de adulaciones; simplemente los disfruta con profundas gratitudes ante Aquel quien es dador de toda buena dádiva.

La necesidad urgente de aprender a ser humildes, de maneras genuinas, nos apremia. De igual manera, precisamos distinguir la humildad de las falsas humildades, porque “La humildad no consiste en adornarse con plumas ajenas, ni tampoco en situarse, en la escalera, peldaños más debajo de lo que nos corresponde.”[5] El humilde tiene una mirada justa de sí mismo, se piensa con cordura, es paciente y comprensivo con sus propias limitaciones, cultiva el arte de ser buen amigo de sí mismo y luego, trata con la misma bondad a los demás. El arte de la humildad abraza la verdad con la mirada y con dignidad lo mirado. Es decir, aprende a reconocer su bajeza sin menospreciarse y a reconocer sus grandezas sin ostentarse. La verdad no lo acompleja ni lo hace vanidoso; simplemente lo hace libre y humano.

La humildad es oración para quienes la anhelamos, y lo hacemos con fe porque sabemos que recibiremos la gracia de ser humildes. Como bien lo llegó a decir C.S. Lewis:
…seremos humildes, deliciosamente humildes, y sentiremos el alivio infinito de habernos librado de una vez por todas de la insensatez tonta en cuanto a nuestra propia dignidad que nos convierte para toda la vida en seres desasosegados e infelices. Dios está tratando de hacernos humildes para que tal momento sea posible, de despojarnos del tonto y feo disfraz con el que nos hemos vestido y con el cual nos hemos pavoneado, como los pequeños idiotas que somos.[6]

La vanidad exhibe un ser fabricado con fantasías y falsedades. La vanidad cava un vacío sin fondo y arroja sus víctimas en él. Dios nos construye con humildad, con el privilegio de existir genuinamente en la veracidad que sólo se encuentra en la mirada del Creador. Existir a la luz de esta verdad, es un deleite sagrado y un anticipo glorioso de una humanidad restaurada.

©2020 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Aponte Rojas y Luis Alexánder.  "Identidad colombiana en Fernando González Ochoa." Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu LII, no. 154 (2010): 178
[2] C.S. Lewis. Cristianismo …y nada más. (Miami: Caribe, 1977): 126
[3] La palabra vanidad en griego es κενοδοξία (kenodoxía), traduce al español: engaño, vanidad, vacío. G. Kittel, G. Friedich y G. Bromiley (eds.). Compendio del diccionario teológico del NT. (Michigan: Desafío, 2003): 420
[4] Paco Sánchez. “Los empleados de la vanidad”. Nuestro tiempo, Nº. 703 (2019): 112
[5] María del Carmen García Estradé. “La humildad, camino de perfección y cimiento del castillo interior”. en línea: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5179464
[6] C.S. Lewis. Cristianismo …y nada más. (Miami: Caribe, 1977): 128

LA SOCIEDAD DEL BESO

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi besos. ¡Qué belleza! Vi el beso de un padre bien chantao sobre la mejilla de su...