martes, 11 de febrero de 2020

¡VANIDAD DE VANIDADES! Y ANTÍDOTO



La vanidad es arquitecta de apariencias e impulsora de villanías.


Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi la fuerza magnética y deshumanizante de la vanidad. Vi personas malgastando la vida al perseguir, como si fuese vocación, las cosas que por oferta de estas nuevas modernidades les hacen sentir un prestigio social.
La esencia de la nueva oferta vanidosa consiste en esclavizar al ser humano al consumismo y en efecto dominó, a una desesperación sentimental por exhibir lo adquirido: ropa, tecnología, bienes, autos, amores, cuerpos… No se consigue, al parecer, resistir la tentación de presumir lo que logra, buscándose a sí mismo en los demás. Así, la persona disfraza su verdadero ser con esfuerzos desmedidos de querer parecer y proyectarse desde lo que no es,[1] porque “El vanidoso quiere ser alabado, aplaudido y admirado y siempre lo anda buscando.”[2]
Sin un amasijo de adulaciones siente desvanecerse en el sinsentido propio de su vana vida.

La vanidad es un abismo contra el alma, quien en ella cae nunca toca fondo.
Es un constante caer y caer y nunca dejar de caer, porque la vanidad es también un vacío.[3]
Es fácil llegar a ser vanidoso, inclusive sin darse cuenta, pues cada día hay que enfrentarse a una gigantesca industria de vanidad y a unos espíritus hinchados por ella misma, cuyas seducciones pueden ser irresistibles, aunque una mirada franca las reconocería como tiranas. Ella nos declaró la guerra y no sólo ha alcanzado significativos triunfos en nuestro ser, ha logrado endiosarse en estratégicos escenarios humanos como son la belleza; el trabajo; la religión; la política; las riquezas y otros.

Nos queda la responsabilidad de demoler la vanidad, antes de que ella lo continúe haciendo con nosotros. La vanidad del corazón propio. Porque la vanidad al timón de la vida es peligrosa: “destruye a quien la padece y a quienes padecen al vanidoso.[4]

Dios se ha pronunciado contra nuestras vanidades y no cesa de hacernos el reclamo: -Hijos de hombres, ¿Hasta cuándo amarán la vanidad y buscarán la mentira? - (Salmo 4.2).
El reproche divino exige un cese de apetitos desmedidos por la vanidad y la mentira. Éstas conforman un matrimonio indisoluble, porque la vanidad siempre necesita de mentiras para poder sostenerse y cautivar el corazón humano con engaños que provocan ilusión, pero finalmente sólo pueden dar desencanto.

La contrapropuesta a un sistema envolvente de vanidad es la humildad. Ella es la alternativa para una vida que aprende a amar la belleza de la sencillez, no porque disfrute de cierta simpleza existencial; por el contrario, es una capacidad infatigable de maravillarse ante el don y el dador de la vida. Quien aprende a existir en la ruta de la sencillez, al alcanzar un logro; al adquirir algún bien; al encontrar un bonito amor; al practicar la piedad, no sufre de desesperación sentimental por exhibir todo esto con insaciables apetitos de adulaciones; simplemente los disfruta con profundas gratitudes ante Aquel quien es dador de toda buena dádiva.

La necesidad urgente de aprender a ser humildes, de maneras genuinas, nos apremia. De igual manera, precisamos distinguir la humildad de las falsas humildades, porque “La humildad no consiste en adornarse con plumas ajenas, ni tampoco en situarse, en la escalera, peldaños más debajo de lo que nos corresponde.”[5] El humilde tiene una mirada justa de sí mismo, se piensa con cordura, es paciente y comprensivo con sus propias limitaciones, cultiva el arte de ser buen amigo de sí mismo y luego, trata con la misma bondad a los demás. El arte de la humildad abraza la verdad con la mirada y con dignidad lo mirado. Es decir, aprende a reconocer su bajeza sin menospreciarse y a reconocer sus grandezas sin ostentarse. La verdad no lo acompleja ni lo hace vanidoso; simplemente lo hace libre y humano.

La humildad es oración para quienes la anhelamos, y lo hacemos con fe porque sabemos que recibiremos la gracia de ser humildes. Como bien lo llegó a decir C.S. Lewis:
…seremos humildes, deliciosamente humildes, y sentiremos el alivio infinito de habernos librado de una vez por todas de la insensatez tonta en cuanto a nuestra propia dignidad que nos convierte para toda la vida en seres desasosegados e infelices. Dios está tratando de hacernos humildes para que tal momento sea posible, de despojarnos del tonto y feo disfraz con el que nos hemos vestido y con el cual nos hemos pavoneado, como los pequeños idiotas que somos.[6]

La vanidad exhibe un ser fabricado con fantasías y falsedades. La vanidad cava un vacío sin fondo y arroja sus víctimas en él. Dios nos construye con humildad, con el privilegio de existir genuinamente en la veracidad que sólo se encuentra en la mirada del Creador. Existir a la luz de esta verdad, es un deleite sagrado y un anticipo glorioso de una humanidad restaurada.

©2020 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Aponte Rojas y Luis Alexánder.  "Identidad colombiana en Fernando González Ochoa." Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu LII, no. 154 (2010): 178
[2] C.S. Lewis. Cristianismo …y nada más. (Miami: Caribe, 1977): 126
[3] La palabra vanidad en griego es κενοδοξία (kenodoxía), traduce al español: engaño, vanidad, vacío. G. Kittel, G. Friedich y G. Bromiley (eds.). Compendio del diccionario teológico del NT. (Michigan: Desafío, 2003): 420
[4] Paco Sánchez. “Los empleados de la vanidad”. Nuestro tiempo, Nº. 703 (2019): 112
[5] María del Carmen García Estradé. “La humildad, camino de perfección y cimiento del castillo interior”. en línea: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5179464
[6] C.S. Lewis. Cristianismo …y nada más. (Miami: Caribe, 1977): 128