Quien
posee de verdad la Palabra de Jesús
es
capaz de captar también la elocuencia de su silencio y dejarse invadir por él.
Carlos Eymar
Armónico
Sublime
Sincero
Desesperante
Profundo
Elocuente
En
el principio Dios comenzó a manifestarse en su creación a través de la palabra,
y fue con ella que derrotó al primer caos, la oscuridad y al vacío que sufrían
los cielos y la tierra (Génesis 1).
Muy
después, el ser humano comenzó a discernir que Dios mismo se identifica en la
Palabra; y dicha comprensión la logró plasmar, sujeto al soplo del Espíritu, en
estas líneas poéticas:
En
el principio ya existía el Verbo,
y
el Verbo estaba con Dios,
y
el Verbo era Dios.
Él
estaba con Dios en el principio.
Por
medio de él todas las cosas fueron creadas;
sin
él, nada de lo creado llegó a existir (Juan 1.1- 3).
Dios
que es la Palabra, nos dio las palabras.
Él
que es la Palabra, usó palabras para dialogarnos y en esta iniciativa nos ha
hecho cercanos. Amados. Importantes. Responsables de escucha.
Hemos
sido creados también para escuchar los lenguajes del silencio; con mayor
atención al Dios del silencio. Porque “el silencio es una forma de hablar que
para ser entendida exige una actitud silenciosa” (S. Ignacio de Antioquía). Así
como la música se compone de sonidos y silencios, el diálogo con Dios se
posibilita entre palabras y silencios. Esto es arte y estética de la oración.
Pese
a que la realidad es un lugar donde
vienen aconteciendo muchos ruidos; el lugar menos silencioso es el corazón
humano. El bullicio interno fragmenta las almas, corroe la vida y asfixia esa
capacidad -casi divina- de maravillarnos ante lo bello, sublime y placentero
que es escuchar el silencio de Aquel quien es la Palabra.
Pareciera
ser que uno de los más lamentables padecimientos hoy entre los mortales es la
discapacidad auditiva. Aprendimos a negarle escucha a quienes la necesitan, a
quien nos la pide con dulce insistencia: “quien tenga oídos para oír, que
oiga”. Inclusive nos negamos la escucha a nosotros mismos. Bien nos caería que
el Maestro de Galilea nos sorprendiera con esta exhortación: “el que tenga
oídos para oír, que se oiga”.
Nos
está costando escuchar las palabras; más aún, nos resulta como un imposible
escuchar el silencio.
Dios
ha querido callar muchas veces y ¡lo ha hecho! Quizá hoy lo esté haciendo otra
vez. Si ha querido callar por estos días, bien podríamos también callar y tejer
con silencios una experiencia de Dios genuina, profunda y trascendente. Ahora
bien, si no somos capaces de unirnos al silencio de Dios y al Dios del
silencio; podemos abrirnos al lamento, lo cual es perfectamente legítimo,
uniéndonos a los poetas bíblicos con palabras sentidas y nacientes de la
hondura del alma afligida como estas:
●¿Por qué, Señor, te
mantienes distante? ¿Por qué te escondes en momentos de angustia?- Salmo 10.1
● Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado? Lejos estás para salvarme, lejos de mis palabras de
lamento. Dios mío, clamo de día y no me respondes; clamo de noche y no hallo
reposo. Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡tú eres la alabanza de Israel!- Salmo
22
●Escucha, Señor, mi
oración; llegue a ti mi clamor. No escondas de mí tu rostro cuando me encuentro
angustiado. Inclina a mí tu oído; respóndeme pronto cuando te llame.- Salmo
102.1-2
El
lamento es el apetito inmenso por escuchar a Dios, por sentir que en verdad sus
plegarias han sido escuchadas y su voz atendida con diligencia; es el grito que
pide confirmación al cielo de que sus oraciones sí llegaron hasta el corazón
del Padre.
Insisto:
nuestros diálogos con Dios se tejen con hilos de silencio y palabras.
Dios
sabe escucharnos las palabras y los silencios. Nos corresponde aprender a
escuchar su Palabra y sus silencios. Bien llegó a decir S. Kierkergaard: Dios -ya calle o ya hable, siempre
es el mismo Padre; el mismo corazón paterno, cuando nos guía con su voz o nos
eleva con su silencio”.
©2020 Ed. Ramírez Suaza