un redescubrimiento de sí mismo en la mirada de Dios
Génesis 32.22- 32
Escuchando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, oí una y otra vez a gentes decir: -¡Voy hacer un viaje para encontrarme conmigo mismo!-
A decir verdad, buscarse a sí mismo
me parece un ejercicio legítimo; ya que todos en algún momento de la vida nos
hemos perdido.
En cuanto a la búsqueda de sí mismo,
también cabe decir: es imposible que nosotros mismos nos encontremos. El
verdadero hallazgo a nuestro ser acontece cuando es Dios quien nos encuentra.
Así, como aconteció en los relatos
bíblicos del patriarca Jacob, un hombre quien se perdió así mismo en el vivir y
desvivirse de su existencia, hasta que de maneras maravillantes y sorpresivas
fue hallado por Dios.
El ciclo de Jacob en el Génesis
comienza en el capítulo 25 con esta expresión particular del libro: ‘elleh toledot que traduce al español:
“estos son los descendientes de…” y desde entonces la vida de Jacob se
desarrolla entretejida con la de Dios para introducirnos a lo que la teóloga
española, Elisa Estévez, llama: la pedagogía del sentido. Sentido al que
renunció Jacob cuando encontró en el engaño y en el fraude el sobreponer sus
intereses por encima del de los demás.
Encontró en el fraude y en el engaño
las riendas con las cuales asumir su existencia.
El inicio de su vida quedó grabado
con las huellas de rivalidad que tejió con su hermano Esaú desde que era un
feto y que se volvió más tensa cuando engañó a su padre Isaac, aprovechando que
éste estaba lleno de días e invidente, a fin de “robarse” la bendición que
correspondía, de manera exquisita, a su hermano.
Bien dijo Esaú lamentando la trampa
de Jacob: «Con razón se
llama Jacob, pues me ha suplantado estas dos veces: se llevó mi primogenitura,
y he aquí que ahora se ha llevado mi bendición» (27.36).
Esta trampa colosal obligó a Jacob a
emprender una huída.
Sí, huir de su hermano; de su casa y
-¡quién lo creyera!- de sí mismo.
No
sólo Esaú llegó a lamentar con profundo dolor los engaños de su hermano; Labán,
quien sería su suegro, también experimentó en carne propia las trampas de
Jacob, pues con mañas y astucia se hizo rico despojando a su suegro de
animales, quien tampoco jugó limpio con él.
Bien
podríamos afirmar que esta vez fue una relación de trampas entre tramposos.
Así se fue consolidando la vida de Jacob, desvinculado por completo de la honestidad y la honradez.
La noche o la oscuridad ha desempeñado un papel importante en la vida de este hombre: pues en la oscuridad de los ojos de su padre robó la bendición de su hermano. En la noche, amando a Raquel, le fue dada como esposa a su cuñada Lea. Apareció en el camino de Jacob uno de su propia calaña, uno que también aprovechó la oscuridad para engañarlo.
Como
también aconteció en la oscuridad de la noche que Dios lo encontró.
Faltando
todo por decir respecto a su vida, ocupémonos de aquella noche maravillosa,
aquella bendita oscuridad en la que Jacob se pudo ver, al fin, en la mirada de
Dios.
El
día de aquella noche fue para Jacob como algo fatídico; presentía lo peor para
sí. Su peregrinaje en dirección a casa le obligaba a encontrarse con su hermano
Esaú.
Angustiado.
Preocupado
e invadido de temores, empezó astutamente a mandar regalos a su hermano en
grupitos de animales: camellos, vacas, ovejas; en fin. Jacob esperaba que cada
presente lo sensibilizara un poco.
El
colmo en aquel día fue cuando, para librar su pellejo, envió a sus mujeres y a
sus once hijos delante de él, esperando el mismo efecto en su hermano:
compasión.
Al
caer la tarde y llegar la noche, Jacob se quedó sólo, luchando, hasta que dio
con un contrincante: Dios mismo.
Regularmente
nos cuesta entender la lucha de Jacob contra Dios, como si este hombre hubiese
podido agarrarse de Dios, de su mano o pie y no soltarlo.
La
pregunta que nos interrumpe el relato puede ser la siguiente: -¿cómo puede un
hombre agarrar a Dios y no soltarlo?- Oseas 12. vv. 4 el final y vv. 5 nos
ofrecen un comentario bíblico al respecto. Dice así: Jacob, “cuando fue adulto
luchó con Dios. Luchó con el Ángel y le venció, lloró y le imploró. En Betel lo
encontró y allí habló con él.”
La
oscuridad y la soledad de aquella noche propiciaron un encuentro especial entre
Jacob y Dios, porque dicho encuentro se tejió con los hilos de la oración y de
la intercesión.
Fue
una vigilia en la que el patriarca se humilló de corazón, y con plegarias
viscerales clamaba: -¡Bendíceme! ¡Bendíceme!-
Fue
intensa la noche.
Fue
intenso su clamor.
El
texto sagrado dice que Dios mismo le pedía que dejara de hacerlo; que ya era
suficiente clamor; pero el patriarca con más sinceridad, una de la cual no
tenía idea de que la poseía, oraba con más fervor: -¡Bendíceme! ¡Bendíceme!-
Ante
visceral insistencia, Dios lo bendijo dislocándole el fémur. Esta es una manera
extraordinaria de decir que Dios cambió su manera de caminar. También fue
bendecido con un nuevo nombre: Israel.
Jacob
estuvo perdido, se buscó a sí mismo en Dios.
Se
rindió.
Dejó
de luchar con mañas y engaños para empezar a luchar con plegarias, súplicas,
oraciones viscerales que no se apoyaban en su propia astucia, sino que se
apoyaban en la bondad del Dios de sus ancestros.
Un
día Jacob fue capaz de robarse una bendición; en el cap. 27.35 le dijo Isaac a
Esaú: -Ha venido astutamente tu hermano y se ha robado la bendición.- Pero esta
vez, no fue capaz de robar una bendición más; se agotó su astucia, Dios lo llevó
al fin de su propio engaño; tuvo que reconocerse incapaz de seguir robando;
entonces se dio cuenta que podía luchar con Dios en oración.
En
aquella oscuridad sus ojos empezaron a verse con claridad, en la medida que su
Dios, el de Betel, iba siendo invocado. Su invidencia, en relación con su
propio ser, fue siendo curada.
Dios
se manifestó a él.
En
aquella manifestación pudo conocer dos personas: se descubrió a sí mismo en
Dios y vio a Dios.
Transcurrida
una noche de intercesión, de lucha con Dios; comenzó el amanecer, la luz del
día y la luz de Dios que generaron cambios profundos y sustanciales en aquel
patriarca, y su petición fue respondida. Jacob rogó toda la noche para ser
bendecido, y Dios lo bendijo con una herida y una nueva identidad. La herida
transformó por completo su manera de caminar, y el nombre le resignificó la
vida; en aquel momento Jacob sintió que una identidad falsa, embustera que le
acompañó todos los años vividos hasta ese entonces; se diluía entre las sombras
que empezaban a ser derrotadas por la luz de un nuevo día y la verdad le
empezaba a liberar de todos sus fantasmas, temores, demonios, embustes y
fracasos. Se encontró en Dios, allí se descubrió y encontró un nuevo
significado para su existir: ¡Israel! Un luchador. Un valiente que se atrevió a
enfrentar a Dios y triunfó.
Por
primera vez Jacob se pudo contemplar a sí mismo como cuando alguien se
contempla en un espejo, sólo que este hombre se contempló en la mirada de Dios.
Y en ella, él no era un embustero, tramposo, ventajoso, embaucador. No señores;
era un vencedor.
Nunca
podremos vernos a nosotros mismos en alta definición, hasta que no nos
descubramos en la dulce mirada de Jesús.
Cuando
Jesús luchó igual que Jacob, con ruegos y llantos en un cuadrilátero frente al
Padre, salió de allí con un triunfo de otro color: derrotado. Jesús se encontró
en el huerto Getsemaní a punto de ser entregado para ir a la cruz. Muchas
fueron las sensaciones que invadieron su vida y le hicieron pensar que podía
existir en la mente del Padre celestial un “plan B”: -Padre, si es posible pasa
de mí esta copa-. Este ruego lo hizo durante tres horas. Según Lucas, Jesús
rogó, lloró, sudó gotas de sangre pidiendo que pasara de él ese cáliz. Pero no
funcionó: Dios le dio el cáliz que Jesús quería evitar.
A
veces salimos de la presencia de Dios triunfantes,
le ganamos. Aunque en realidad él gana siempre. O salimos como Jesús, con una
derrota tan clara como el cristal. Pero al final, Jacob y Jesús triunfaron a la
manera de Dios. Jacob salió herido, cojo, pero bendecido. Jesús salió como el
Señor de señores; así lo confirma la resurrección.
Es
que, no hay mejor victoria que salir de su presencia derrotados.
Además,
con un tesoro invaluable: nos re-descubrimos hallados, encontrados, contenidos
en Dios.
Cada
que me siento extraviado, en Cristo estoy; en él me encuentro.
Si alguna vez te llegas a extraviar,
recuerda: te encuentras en Dios.
©2020 Ed. Ramírez Suaza