Y yo oro no porque o cuando tengo
necesidad de algo, sino
únicamente porque... necesito orar. O
sea, necesito amar y sentirme amado.
A. Pronzato
Mirando yo por entre la celosía de la ventana de
mi casa, vi los 50 centímetros más largos del siglo XXI. No sé cómo lo
logramos: acercamos a quienes están lejos con todas las tecnologías de
comunicación; paradójicamente también, alejamos con las mismas tecnologías a
quienes están cerca. ¡Qué ironía!
Más irónico aún que los 50 centímetros de
distancia habidos para poner nuestras rodillas sobre el suelo, se nos hayan
hecho millas y nuestra comunión más preciada termina siendo la más relegada
entre los escombros arrumados en los sótanos del corazón humano, entre los
chécheres arrinconados de la existencia. Lamentando más aún, que sea una
realidad en un número significativo de cristianos.
Dios se nos acercó, y muchos nos distanciamos.
¡Qué ironía!
El hermoso y poderoso acto de poner nuestras
rodillas sobre el suelo en el momento de hacer oración, precisa de un regreso a
nuestros hábitos más tenidos en cuenta.
Sé que para orar, la posición corporal no es lo
más relevante, aunque las Escrituras sí nos dejan intuir que algunas son más
apropiadas. Por ejemplo, orar de pie -con un lenguaje corporal de reverencia- o
de rodillas, con las manos alzadas, arrojados boca abajo en el piso, sentados
en las sillas de un templo, entre otras. Oramos de rodillas, si la condición
física lo permite, porque consideramos que esta postura es la que mejor expresa
humildad, reverencia y sumisión con que debemos acercamos al Dios santo y
soberano.[1]
Porque así nos dieron ejemplo Jesús, san Pablo y otros santos de Dios en la
historia de salvación.
Los 50 centímetros de distancia para poner
nuestras rodillas sobre el suelo, deben ser para nosotros la distancia más
corta, el “peregrinaje” más sublime, el momento más placentero, el privilegio
más hermoso, la prioridad más libre y liberadora.
Cuando oramos de verdad, las palabras nuestras
deben ser pocas y nuestros oídos muchos. Porque la oración es oración cuando al
fin puedo escuchar la dulce voz de Dios y embelesar la mía en la Suya. Bien
dijo E. M. Bounds: “La meta de la oración es ser el oído de Dios”.[2]
No crea que orar consiste en hablar mucho, Jesús
dijo, Y al orar, no hablen sólo por hablar como hacen los
gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas
palabras (Mateo
6.7 NVI); que sean pocas tus palabras como lo recomienda el sabio Predicador de
Israel: No permitas que tu boca ni tu
corazón se apresuren a decir nada delante de Dios, porque Dios está en el cielo
y tú estás en la tierra. Por lo tanto, habla lo menos que puedas,... (Eclesiastés
5.2 RVC).
Cuando ore,
y por favor ore, arroja tus rodillas 50 centímetros hacia el piso, que sea más
la sinceridad que la habladuría, más el silencio que la bulla y permítase
envolver su vida en el amor, la voluntad, la maravilla, el placer y lo
sorprendente de la presencia de Dios. Y cuando esto ocurra, Dios hará que desde
nuestros más profundos afectos, sinceridades y anhelos irrumpa oración, porque
“El Espíritu de Dios ora en nosotros. Éste es el más santo consuelo de nuestra
oración.”[3]
Logramos
distanciar lo cercano, un logro que nos derrota la vida. Pero Dios logró
acercar a los que estamos lejos, muy lejos. En la cruz de Cristo quedamos a la
distancia de 50 centímetros, si es que no es más cerca.
Dios derrotó el abismo que nos distanció de Él, derrotemos 50 cm que nos distancian de él.
Dios derrotó el abismo que nos distanció de Él, derrotemos 50 cm que nos distancian de él.
Acérquense a
Dios, y él se acercará a ustedes.
Santiago 4.8
©2015 Ed. Ramírez Suaza