El ser humano no
sabe quién es, hasta encontrarse en la mirada de Dios.
Mirando yo por entre la celosía de la ventana de
mi casa, vi personas mirándose a los espejos que recicla en el mundo. Los veo
con carretas de madera y ganas de vida, recogiendo cristales en donde pueda
apreciarse y sentirse aprobado por la sociedad, la familia, la religión, los
egos, entre otros. Así la vida nos hace recolectores de estereotipos, ideas
ajenas -muchas de ellas inútiles-, modas pendejas, complacencias a otros a
cambio de aceptaciones, falsos afectos -quizá otros no-, des-orientaciones de identidad
y un sin número más de categorías con las que fabrican un mosaico de espejos y se ven tan fragmentados en él, que se pierden
a sí mismos en una existencia sin sentido, sin norte, sin Dios, sin ellos
mismos.
En la Biblia, se nos narra el retrato de un
hombre a quien la vida se le convirtió en un laberinto de espejos. Su nombre es
Jacob, su historia aparece en Génesis capítulo 25.19 hasta el capítulo 35.[1]
Al nacer, sus padres lo llamaron Jacob, que significa usurpador, no en vano: Jacob le arrebata a su hermano Esaú la
primogenitura y luego la bendición, esta última con unas trampas y mentiras sin
precedentes alguno en complicidad con su madre. Su hermano Esaú se indigna
hasta querer matarlo, entonces Jacob se ve obligado a huir a tierras de Jarán,
donde habita su tío. Este tiene dos hijas, y Jacob ama la menor y la pide en
casamiento, pero su suegro lo engaña dándole por esposa a su hija mayor a
cambio de siete años de servidumbre. Obligado por su amor y lo tramposo de su
suegro, trabaja otros siete años para poder casarse también con la mujer que
realmente ama, sin descansar hasta lograrlo. Pero Jacob, de alguna manera
también engaña a su suegro, quedándose con muchas riquezas de él, haciendo trucos para que el ganado criara a su
conveniencia. Y el relato bíblico afirma que le salió bien el truco. Jacob no sabe quién es, se está
definiendo así mismo en un espejo empañado como un tramposo con éxito.
Este es su laberinto de espejos: su madre lo ve
como un usurpador, y lo apoya para que así sea. Su hermano lo ve como un
tramposo, mentiroso que le ha arrebatado su primogenitura y su bendición
patriarcal. Su suegro lo ve como un engañador que puede ser engañado también, y
le da “dos tazas de su propio caldo”. Jacob se ve así mismo perdido en sus
retratos, confundido en esos espejos con los que es mirado, estigmatizado. Él
ha venido siendo lo que los demás ven en él, ha caminado en este laberinto
apoyado en sí mismo.
Pero un día se encuentra en la mirada de Dios.
Los ojos de Dios le resultaron ser el espejo donde necesitaba mirarse y darse
cuenta en realidad quién es él. Allí, en los ojos de Dios, se quiebra el
mosaico de espejos a través de los cuales ha sido fragmentariamente
identificado, y en alta definición, en esa mirada divina, puede identificarse
para ser la persona que Dios ve en él. En los ojos de Dios él no se ve como
Jacob -usurpador-, se ve como Israel -luchador-. Así, hallado por el Dios que tercamente lo ha buscado, Jacob
re-significa su existencia para vivir los designios de Dios.
Sospecho que usted, amig@ lector también necesita
mirarse, encontrarse en los ojos de Dios. Ese es el mejor espejo donde el ser
humano puede recuperar, re-significar la vida. Igual que Jacob, buscamos
nuestros propios escapes, nuestros lugares de huida. Huimos de nuestros
pasados, de nuestras familias, de nosotros mismos, de Dios… Y somos
interpretados por los espejos fisurados a través de los cuales somos mirados y
nos miramos a sí mismos. Pero vivir huyendo no es vivir. Dios nos busca con
insistencia, sus ojos son nuestro espejo. Mírate ahí, en la mirada de Dios.
Ella, Su mirada, nos humaniza, re-orienta y re-significa el privilegio de
vivir.
©2015 Ed. Ramírez Suaza
[1] Este es el fragmento bíblico sobre el que se sustenta la tesis de
esta reflexión, mas no agota el contenido bíblico del personaje en cuestión.