No son los
muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan
de la tumba fría;
muertos son los
que tienen muerta el alma
y aún viven
todavía!
Julio
Florez (poeta colombiano)
Mirando yo por entre la celosía de la ventana de
mi casa, vi cómo viven los muertos.
No los muertos que ya sepultamos o en su defecto
cremamos, sino aquellos que aún viven, que deambulan en los caminos de la
existencia con signos vitales pero sin vida. Parece una contradicción, pero no.
Ciertamente hay muertos, a causa de sus delitos y pecados, habitando este
planeta (Efesios 2.1-3).
Muchos llegamos a experimentar esa muerte en
vida; otros aún en esa lamentable realidad, que se caracteriza por ir en
dirección de la corriente del mundo, por
actuar en conformidad con Satán y por un desenfreno impulsivo en los apetitos
de una naturaleza atrofiada por el pecado.
Quizá esta verdad provoque alguna risa suelta en
alguien que des-comprende la fe relacionándola con mitos y leyendas religiosas
que sólo sirven como “opio al pueblo”. Pero no,
es una lamentable realidad.
Uno se sentiría tentado a pensar que S. Pablo al
publicar en la carta a los Efesios el diagnóstico humano, recurre a términos
metafóricos, mas no es así; es un dictamen muy literal a una humanidad
descompuesta por la fatalidad del pecado, Satán y las corrientes del mundo: ¡están muertos!
Ya un filósofo francés, Foucault, lo había
intuido de otro modo, pero la forma en que lo expresa es para prestarle
atención especial: “El hombre ha muerto”.[1]
Aunque Foucault estaba considerando la posibilidad de un fin para la humanidad,
la frase en sí dice algo más profundo, en mi opinión, una realidad que le
permite predecir otra mayor: la muerte humana. No comparto la idea del fin para
la humanidad que plantea Foucault, pero sí aprecio la verdad que su frase
comunica: “El hombre ha muerto”.
Las evidencias reales de ese juicio son
innegables: los muertos “viven” en delitos y pecados. Dos palabras que, juntas
enfatizan la causa de la fatalidad y lo severas que son en su realidad. Los
delitos y pecados, construyen los abismos existenciales que distancian la
humanidad de Dios, fuente de toda vida que podamos llamar objetivamente
vida. En la ausencia de Dios, existir
equivale a estar muerto: “No tienen vida y se puede ver… están ciegos para la
gloria de Jesucristo y sordos a la voz del Espíritu Santo. No tienen amor a
Dios ni conciencia sensible de su realidad personal; su espíritu no se eleva
hacia él con el clamor “Abba Padre”, ni añoran la comunión con su pueblo. No le
responden, son como cadáveres.”[2]
Esa experiencia de muerte puede ser transformada
por la Vida, por el dador de vida: Dios. Su amor por esta humanidad, a pesar
de, no declina, no renuncia; es extraordinariamente terco, persistente, perseverante: ¡todavía nos ama! Es Su amor lo
que le impulsa a seguir vivificando la humanidad, aunque muchos se anclen en la
terquedad de seguir en delitos y pecados.
“Escoge pues la vida....” Es la invitación
vigente a esta tétrica humanidad. A Ud., a mí.
No fuimos creados para vivir como muertos; Dios
nos creó para la vida, vida abundante, vida eterna. Quizá por eso la
exhortación: «Despiértate,
tú que duermes. Levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.»
(Efesios 5.14).
No basta con
existir; hay que vivir.
©2015 Ed. Ramírez Suaza