miércoles, 12 de diciembre de 2018

EL PESEBRE APOCALÍPTICO





Mirando yo por entre la celosía de mi casa, pude contemplar varios pesebres exhibidos en algunos parques de pueblos como el de donde vivo, el de los vecinos; una que otra caseta comunal, centros comerciales y algo más. Mirarlos con detenimiento -creo- me ayudan a comprender un poco mejor la idiosincrasia de mis paisanos. Varios me resultan inauditos: las ovejas más grandes que sus pastores. Los caminos transitados por camellos a la vez por camionetas blindadas y transeúntes muy modernos, otros muy ficticios como ciertos superhéroes de Marvel o personajes que nada tienen que ver en realidad con la navidad bíblica como Santa junto a sus fantásticos renos. Qué tal estos: pesebres con helipuertos, Belenes con edificios rascacielos. Y claro, estos anacronismos reflejan cierta ignorancia y/o un sabotaje a las conmemoraciones de los acontecimientos más significativos en la historia de salvación.

Otros pesebres se esfuerzan por ser fiel a la tradición cristiana, al relato bíblico. Estos últimos logran cierto embeleso en mí: las dulces montañas que imaginamos de Belén. La pequeña planicie donde suponemos a los pastores cuidando sus rebaños en las frías noches. Los caminos. Los caseríos. El establo donde nació Jesús. Algo de fauna y flora. Ahora trata de imaginar este mismo pesebre con un dragón rojo de diez cuernos, siete cabezas, cada una de ellas portando una corona, además furioso, buscando con frenesí a la mujer que ha dado a luz y al niño nacido para devorarlos. Sí. Todos los pesebres deberían incluir un dragón rojo de siete cabezas como el personaje antagónico de la narrativa navideña.

En el libro de Apocalipsis -capítulo doce- Juan de Patmos relató con admirable creatividad y comprensión profunda del misterio divino en la persona de Jesucristo, su entender navideño en un lenguaje apocalíptico que, entre otras cosas, se caracteriza por comunicarse a través de un “elaborado sistema de símbolos secretos y figuras de discurso para expresar ciertas ideas.”[1] La navidad contada desde Apocalipsis no sólo es una maravillosa narrativa, es una profecía que mira ciertos acontecimientos del pasado clave para entender sus realidades presentes, y se expresa en orientación a la esperanza con unos significados contundentes para las actualidades de sus primeros lectores, igual que para lectores contemporáneos.

Juan dio testimonio de su visión navideña: que una extraordinaria mujer vestida de sol, caminando sobre la luna llena y coronada de brillantes estrellas se encontraba en trabajos de parto. Sorpresivamente, apareció en los cielos un temible dragón rojo con siete cabezas, diez cuernos y cada cabeza portando una corona. Esta bestia buscó con desespero a la mujer iluminada para asesinarla antes del alumbramiento, pero por una intervención providencial la mujer pudo concebir de manera segura y satisfactoria. Además, el cielo protegió al niño guardándolo en su seno.

La madre vestida de luz huyó al desierto en tanto el dragón los buscaba en los cielos. La bestia, en lugar de encontrar a la mujer y su bebé, fue sorprendida por un ejército de ángeles que lucharon contra ella fervientemente hasta derrotarla. Vencido y furibundo, el dragón vomitó un río impetuoso para arrasar a la mujer, pero la tierra abrió una inmensa boca para tragarse al río maligno, protegiendo así a la iluminada dama. Con la tierra tomando partido, el dragón enfureció mucho más y decidió agredir con toda su fuerza a los demás hijos de Dios.
¡Qué belleza de narrativa!

Juan de Patmos -autor del Apocalipsis- fue un extraordinario contador de historias. Tuvo la maravillosa habilidad de hilar historia, profecía, teología y mito en una narrativa contenedora de una pluralidad de significados para el mismo símbolo.[2] Un contenido profundo y exquisito para lectores de este texto donde se ha dibujado una lucha del bien (mujer iluminada, ángeles, Dios y tierra) contra el mal y el maligno (dragón). Del capítulo doce versículo 5, se desprende la posibilidad hermenéutica de un acercamiento que “descubre” los elementos navideños en el relato: “La mujer dio a luz un hijo varón, el cual gobernará a todas las naciones con cetro de hierro. Pero su hijo le fue arrebatado para Dios y su trono.”
Algunos personajes del relato quedaron muy bien identificados en el drama: el dragón es Satán. El niño nacido es el Mesías. Los demás descendientes de la mujer son la comunidad del Mesías. Pero, ¿quién es la mujer?
Esta mujer apocalíptica está llena de significado.
La mujer vestida de luz es la nueva Eva. Juan de Patmos recoge elementos de los relatos de Génesis capítulo tres para re-escribir el inicio de una nueva humanidad creada en el Mesías.[3] En tanto la primera Eva fue engañada, tentada por la serpiente (el Satán), quien aceptando su mentirosa oferta trajo de nuevo el caos y la oscuridad que en el Génesis capítulo uno Dios había derrotado. La nueva Eva lucha por huir del dragón. Escapa de él buscando un lugar seguro para dar a luz un nuevo ser humano. Esta nueva Eva no se deja engañar. Huye. Triunfa.

La mujer vestida de luz es signo del pueblo de Dios. En orientación hacia el futuro que Dios depara para sus santos, Juan de Patmos describe a la Iglesia en una metáfora femenina, radiante como el sol, coronada de doce estrellas,[4] caminando sobre luna llena, porque así la concibe, de manera ideal: santa, llena de luz, perseguida, atribulada pero protegida por el que habita los cielos. Esta mujer es la asamblea eclesial, la comunidad mesiánica.[5]

La mujer vestida de luz es personificación de la Jerusalén celestial.[6] Esta ciudad hermosa, iluminada en símbolo femenino contrasta en el Apocalipsis con la mujer más ramera de todas; madre de las abominaciones de la tierra que personifica a Babilonia. Ciudad gestante y paridora del mal (Ap. 17.5).

Sin duda alguna, la mujer vestida de luz es también una sutil referencia a María, madre de Jesús,[7] quien privilegiada entre todas las mujeres fue instrumento en las manos de Dios para él mismo humanizarse y emprender un camino humano hacia la cruz, hacia la resurrección, hacia la glorificación y hacia nuestra humanización.

Las exageraciones de este relato apocalíptico abren nuestros ojos a un panorama mucho más trascendente de la navidad. De lo esperanzador que es: Dios principia en Belén una nueva creación. De lo luchadora que es la navidad: hay que resistir al mal, al maligno en todas sus presentaciones. De lo comunitaria que es: la fe en Jesucristo, nacido en Belén, crucificado en Jerusalén y exaltado en los cielos; se vive, se disfruta, se persiste, se aprende y fortalece en la Iglesia, comunidad del Mesías.

Juan de Patmos narró apocalípticamente esta historia, llena de significados, para orientarnos hacia la trascendencia cristiana. Hacia las utopías de nuestra fe. Hacia el futuro de Dios. Una orientación basada en la historia, peregrina en el presente. Fiel y verdadera en el futuro.
Así es la navidad mirada con fe y esperanza.

Les deseo, apocalípticamente, felices fiestas.

©2018 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Carlos Villanueva. “Características de la literatura apocalíptica.” Revista Bíblica. Año 54 – 1992. Págs. 193-217 201
[2] Juan Stam. Apocalipsis. Tomo III. Buenos Aires: Kairós (2009): 30
[3] Xavier Pikaza. Apocalipsis. Estella: Verbo Divino (1999): 141
Enzo Bianchi. El Apocalipsis: un comentario exegético-espiritual. Salamanca: Sígueme (2009):170
[4] Signo de las doce tribus de Israel y de los doce apóstoles.
[5] Ugo Vanni. Apocalipsis. Estella: Verbo Divino (1998): 113, 118
George E. Ladd. El Apocalipsis de Juan: un comentario. Miami: Caribe (1978): 148
[6] Bianchi. El Apocalipsis. p. 170
[7] Stam. Apocalipsis. p. 33

miércoles, 22 de agosto de 2018

UNA VOZ ERÓTICA EN EL DESIERTO




Todo tu cuerpo tiene copa o dulzura destinada a mí.
Pablo Neruda






Muchas voces.
Una de las características sobresalientes en nuestra realidad occidental es que hablamos muchos y mucho. El arte de escuchar empática y atentamente se nos ha venido degradando en el transcurso de los últimos años, al parecer, porque la tendencia actual consiste en pronunciarnos cuanto más podamos a través de todos los recursos conocidos. Tantas voces aturden al mundo, lo confunden –inclusive lo desorientan- por las “verdades” que cada una de ellas presume, pregona, defiende… en fin.

Un tema protagónico en las modernidades actuales de occidente es el sexo. Es más, se ha hecho una obsesión de la que mucho se opina, se comunica, se promueve, y al parecer, por lo menos en comparación con las demás voces de nuestros mundos, la voz bíblica no es sobresaliente.
La voz bíblica respecto a la erótica humana tiene todo por decir, pero resulta siendo como “una voz que clama en el desierto”. Con esta metáfora, por favor, no imagine una voz perdida en el baldío gritando a nadie lo muy importante por decir. Más bien, imagine una voz fresca, medicinal para el alma en medio de muchas voces áridas.

Esta “voz que clama en el desierto” se encuentra en un libro hermoso, distinguido además por ser el más erótico de toda la Biblia: ¡el cantar de los cantares! Para mí, Cantares es la hermosa artesanía que conjuga en las lindezas del poema y la canción al amor. No sólo esto, también lo intuyo muy interesado en recuperar la pasión marital perdida en el jardín de Dios: el Edén. Sus estrofas dibujan con bella imaginación de lo que debió ser la vida pasional de Adán y Eva en el paraíso. Bien es sabido entre los lectores de las Sagradas Escrituras, que los amantes del Edén fueron expulsados del sagrado huerto por su pecado, pero el Santo Cantar abre de nuevo las puertas al jardín donde es posible recuperar el diseño divino de la erótica conyugal.

Por estas puertas abiertas del Cantares estamos convidados a entrar, y una vez adentro de sus páginas contemplar con maravilla una sexualidad sublime. En esta ocasión, entre estos breves párrafos, será una visita apresurada para mirar, “a vuelo de pájaro”, algunas fascinaciones de las artesanas estrofas del Santo Cantar.
Perdona que en estos breves párrafos no recopile la valiosa información de autor, época, destinatarios, interpretaciones, contextos literario y teológico, entre otros. Pues apremia arrojar sobre letras una voz erótica que clame en las arideces de las pasiones sexuales del siglo presente.

En el Santo Cantar toda la erótica reposa sobre el fundamento del amor como el misterio que sus personajes no definen; ellos prefieren dar un salto abismal hacia la vivencia, disfrute y encanto de ese amor indefinido. Como una vez llegó a decir el pastor brasilero Caio Fabio: los amantes del Cantares “no filosofan ni conceptúan el amor. Sólo se dejan dominar por él, permitiéndose ser embriagados por su fragancia y entregándose a su magia.”

Atreverse a dar un salto abismal hacia el misterio del amor, no es la opción más apreciada por las gentes drogadas de brutal consumismo, a quienes tranquilamente podemos catalogar de homo consumens, cuya característica principal es la de adquirir algo o alguien, usarlo y descartarlo rápidamente con el fin de hacer lugar a nuevas adquisiciones de “algos” o “alguien”. 

El amor es la alternativa perfecta para quien ve en sí y en el otro una persona, no un objeto sexual. Para quien se arriesga existencialmente a un compromiso heterosexual de lealtades, pasiones, contemplaciones mutuas al desnudo de un par de almas libres sobre un lecho sagrado en el santo matrimonio. A estos bien podríamos nombrar homo humanatus (hombre humanizado). 
El amor dibujado en las estrofas del Cantares es puramente humano:  -fuerte es el amor como la muerte… las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni anegarlo los ríos.- (8.6-7).

Amar es el privilegio divino concedido a la humanidad. Por ser divino, al posar en nuestras manos resulta siendo complejo y sencillo a la vez, sumamente delicado cuando se nos concede un poco de privilegio más: la erótica. El amor sensual en los maravillosos poemas del Cantares hace su entrada triunfal con el deseo, como por ejemplo esta expresión de anhelo femenino en la primera estrofa de los Cantares: -¡Ah, si me dieras uno de tus besos!- (1.2). Ella insiste: -¡Llévame contigo, démonos prisa! ¡Llévame, rey mío, a tu alcoba!- (1.4). Una declaración más embriagada de deseo: -Yo soy de mi amado y él me busca con pasión- (7.11).

Como el deseo, la autoestima y el elogio resultan indispensables en una sana erótica, pues nadie puede amar bien si está mal consigo mismo. La mujer del Cantares disfruta de un equilibrado concepto de sí misma, quizá esta sea la razón por la que grita a los cuatro vientos: -Mujeres de Jerusalén, soy morena, pero hermosa… No se fijen en que soy morena, ni en que el sol me ha quemado la piel- (1.5-6). La amante protagonista en este poema cantado se siente segura y en armonía con el color de su piel, así haya personas que difieran de su certeza. Ella no sólo es una morena hermosa, es también “la flor de los llanos de Sarón, la rosa de los valles” (2.1). Con esta metáfora, la amante de manera sencilla, modesta y coqueta se autodescribe sin exageraciones ni simplezas; lo hace con encanto, sinceridad y moderación.

El poema sagrado también delata a sus protagonistas como unos amantes expresivos, de manera especial, cuando descubren y re-descubren las bellezas que sus ojos aprecian en el otro. Canta el apasionado hombre: -¡Qué hermosa eres, amor mío, qué hermosa eres! ¡Tus ojos son dos palomas!- Ella no puede contenerse ante este piropo seductor, entonces exclama: -¡Qué hermoso eres, amor mío, qué hermoso eres!- (1.15-16). Ellos pueden, además de desnudar el alma, desnudar sus cuerpos y extasiarse en la contemplación mutua así: sin ropa. Sin velos. Sin máscaras.

Cuando ella lo contempla, elogia todo su cuerpo, su sabor y olor; hasta confesar que todo él es una delicia (5.10-16). Espectadores de esta magia, no es descabellado recordar que “Por el cuerpo, el amor es erotismo. Y así se comunica con las fuerzas más vastas y ocultas de la vida. Ambos, el amor y el erotismo -la llama doble- se alimentan del fuego original: la sexualidad” (Octavio Paz). La contemplación del hombre a su esposa, evidencia que todo su deleite se hace pleno en ella: la bebe, la disfruta, la satisface, la posee, la contiene, la libera, la ama, la elogia, la dignifica… Él articula su amor en un lenguaje sexual y lo explica con la imaginación metafórica en su expresión más pura.

La erótica bíblica destaca con alegría el deseo sexual recíproco que se profesan los amantes que se han unido en el vínculo del sagrado matrimonio. Resalta que sus protagonistas disfruten de la sana autoestima y se embelesen en la contemplación mutua de sus almas y cuerpos.  

“A vuelo de pájaro” por los poemas del Cantares, se evidencia igualmente cómo la erótica bíblica mira con ojos de complicidad el sentido de pertenencia. Es decir, cuando los amantes se reconocen a sí mismos como propiedad del otro y dueño respetuoso y delicado del otro, según el caso: -Mi amado es mío, y yo soy suya- (2.16). En el matrimonio uno es del otro, como el otro es de uno. Hermoso es cuando en ese sentido de pertenencia se hace vida la fidelidad. Dice el amante del Cantares: -Ya he entrado en mi jardín, hermanita, novia mía. Ya he tomado mi mirra y mis perfumes, ya he probado la miel de mi panal, ya he bebido mi vino y mi leche- (5.1). Note que toda la erótica de ella le pertenece a él: mi mirra. Mis perfumes. Mi miel. Mi panal. Mi vino. Mi leche. Aromas y sabores que describen lo placentero que es el encuentro sexual que ambos disfrutan con frenesí.

Desde el capítulo 4.12, el poeta elabora un escenario extraordinario para la erótica de sus personajes: un jardín. Los amantes del Edén se disfrutan sexualmente en los sabores de todas las frutas exquisitas y se funden en un solo ser entre las más cautivantes aromas silvestres. Pareciera que este amor los transporta hasta el huerto de Dios, donde pueden estar y ser desnudos sin vergüenza alguna (Génesis 2.25), como seguros de la fidelidad correspondida: ella es un jardín donde no hay lugar para terceros. La puerta de entrada a su erótica, a los olores y sabores de su cuerpo sólo la conoce su cónyuge; nadie más puede llegar hasta esa intimidad. Otro texto bíblico lo diría así: “Calma tu sed con el agua que brota de tu propio pozo. No derrames el agua de tu manantial; no la desperdicies derramándola por la calle. Pozo y agua son tuyos, y de nadie más; ¡no los compartas con extraños! ¡Bendita sea tu propia fuente! ¡Goza con la compañera de tu juventud, delicada y amorosa cervatilla! ¡Que nunca te falten sus caricias! ¡Que siempre te envuelva con su amor!” (Proverbios 5.15-19). Adquiriendo la conciencia de que “soy suyo y ella es mía”, no quedan espacios ni oportunidades para la infidelidad, pues la erótica bíblica exige, reclama lealtades inquebrantables.

La erótica bíblica es bella, poética, canto de cantos; pero nunca vulgar. La belleza de ella no es cosificada para exhibir a las lujurias que andan dispuestas por ahí a ver qué degradar. Ni las bellezas en él son asuntos públicos. ¡De ninguna manera! La erótica bíblica encuentra su desembocadura en la alcoba que sólo pertenece a ellos dos: -¡Llévame pronto contigo! ¡Llévame, oh rey, a tus habitaciones!- (1.4). Lo que acontezca dentro de esa alcoba queda a la imaginación cómplice del lector y a los secretos de los amantes. Lo mismo sucede con la cama, confidente de la erótica conyugal: -Nuestra cama es de frondas…- (1.16). Esta afirmación en su contexto poético, significa, según Jesús Luzarraga, esto: “El lecho común es el marco que los mantiene unidos, y expresa la común propiedad de su mutuo amor”. O mucho más atrevido lo dice la apasionada amante del Cantares en el capítulo 8.2: -podría llevarte a la casa de mi madre, te haría entrar en ella, y tú serías mi maestro. Yo te daría a beber del mejor vino y del jugo de mis granadas.- No estaba bien visto que unos amantes se besaran en público, ella entonces fantasea anhelando entrar a la casa de su madre a su amado para robarle un beso y sorprenderlo con una erótica que los deleitaría hasta la saciedad.

Faltando todo por descubrir entre los ritmos y rimas del Cantares, con lo poco que se pudo subrayar en esta oportunidad, arrojo esta propuesta para concluir como una “voz que clama en el desierto”: ¿y si erotizamos la erótica?

No es oculto a ninguna vista que la erótica de nuestra sociedad ha sido vulgarizada, vuelta utensilio, comercializada, despojada de su dignidad, belleza y pureza. Nada de malo hay en desear lo deseable. Nada de reprochable hay en el auto-elogio como manifestación de una sana auto-estima y base para amar, valorar y contemplar a quien se ama. Una erótica que pretenda existir sin amor propio de parte de sus protagonistas, jamás se amarán, por el contrario, se utilizarán, se harán daño y mucho más; pero jamás deleitarse como los amantes del Edén.

Y si erotizamos la erótica con el elogio respetuoso, dignificante, íntimo de los cónyuges que aún se atreven a pactar delante de Dios amor eterno; quienes enamorados de la desnudez almática como de la desnudez corporal, se embriagan de placeres incomparables entre aromas silvestres y sabores cómplices de las sensualidades más celestes vistas aquí en la tierra.

Y si erotizamos la erótica con una conciencia de amor conyugal que se hace dueño de su ser amado, al mismo tiempo propiedad de esa persona. La sugerencia consiste en dejar de prostituir, así sea a menor escala, la erótica humana con esas tendencias del homo consumens; para comenzar a abrazar las hermosuras de la fidelidad.

Finalmente, eroticemos la erótica humana despojándonos de toda vulgarización de la misma. Las bellezas eróticas del ser humano no son para divulgarlas sobre vitrinas virtuales o reales ni para comercializar en ninguna de sus posibilidades; son para atesorar en la intimidad que construye vida sobre los fundamentos de Dios.



©2018 Ed. Ramírez Suaza 

jueves, 28 de junio de 2018

EL CANTO VACÍO


cuando en la Iglesia se canta, pero no se adora



Padre celestial: déjanos conocerte tal como eres, 
para que te podamos adorar tal como debemos.
A.W. Tozer


Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi una iglesia evangélica occidental fascinada con cantar. Una comunidad creyente que hizo -y está haciendo- del canto su máxima expresión de la fe: se canta en los cultos y en los actos evangelísticos. 
Se canta en los servicios de sanación y en los ayunos. 
Se canta en matrimonios y cumpleaños. 
Se canta en servicios funerarios y en hospitales. 
Se canta en reuniones de pastores y en seminarios especiales.
Y cuando no se sabe qué más hacer, como si fuera poco, programan conciertos para seguir cantando.

Pareciera ser que los evangélicos ya no sabemos hacer algo sin cantar.

La historia de salvación que narra la Sagrada Escritura se ha tejido también con hilos musicales; desde sus orígenes con Jubal el inventor de instrumentos melódicos y rítmicos en Génesis 4.21, hasta los cantos apocalípticos de Juan.[1] Inclusive la Biblia contiene un libro completo de canciones eróticas, el Cantar de los Cantares, y otro himnario, el libro de los Salmos. El evangelio cuenta con fascinación que Jesús también cantó, justo la noche en la que fue traicionado (Mateo 26.30).
La Escritura no sólo relata escenas donde la música es importante, además instruye al creyente a entonar alabanzas al Señor: “Hablen entre ustedes con salmos, himnos y cánticos espirituales; canten y alaben al Señor con el corazón” (Efesios 5.19).
Indudablemente cantar es bueno, ¡y agrada al Señor!

Hispanoamérica es musical. 
Latinoamérica es un Edén de melodías y ritmos, de prosas y poesías campesinas, urbanas, intelectuales. 
Latinoamérica canta desde las rancheras mexicanas, cruzando por el “sonido de las palmeras” de nuestro Caribe, hasta los versos vallenatos de Colombia. Las trovas llaneras de Venezuela, haciendo travesía por las zampoñas y los charangos de nuestros cantores andinos, hasta llegar a los tangos de Argentina. Y eso que no hay espacio ni tiempo -en este post- para contemplar la belleza del mambo, del bolero, del bambuco, del pasillo, de la samba, del calipso… entre muchos otros. 
La cultura musical latina “ha crecido y se ha desarrollado por la necesidad que tiene todo pueblo de celebrar su alegría, llorar sus penas, gritar su descontento, susurrar su amor o simplemente deleitarse con la armonía de los sonidos.”[2]

En Latinoamérica cantamos porque sí y porque no.
Cantamos porque amamos y porque odiamos.
Cantamos porque la felicidad y porque las desdichas.
Cantamos porque el sol y porque la lluvia.
Cantamos porque Dios y porque nosotros.
Cantamos porque siempre nacen y renacen razones para hacerlo.
Cantamos porque podemos.
Cantamos porque nos da la gana.

Muchas iglesias cristianas (reformadas, pentecostales, carismáticas del catolicismo y otras) se llenaron de cantos. Casi todos sus rituales incluyen la música como parte esencial de lo que hacen. Hasta donde alcanza mi saber, la Iglesia siempre ha cantado. Pero no se puede negar que en las últimas décadas (¿desde los años 80’?) la música, procesivamente, se ha hecho protagonista del culto cristiano.

El fenómeno de la Marcoswittización[3], entre los años 80 y la primera década del 2000, estimuló juventudes cristianas a prestarle más atención a la música de los cultos. Esto significó inversiones interesantes en instrumentos musicales básicos del rock: bateria, bajo eléctrico, guitarras acústica y eléctrica, sintetizadores. Inversiones también en tecnologías de sonido, luces, pantallas, acondicionamientos de los púlpitos, en fin. 
La Marcoswittización giró la atención de las grandes cruzadas evangelísticas y de los radio-telepredicadores hacia los conciertos multitudinarios y los CD de “adoración y alabanza” en vivo. Este movimiento industrial de la música evangélica pareció ser más efectivo, ya que los protagonistas del fenómeno no sólo cantaron, también predicaron mostrando imágenes de éxito, admiración y bienestar económico. Lo que resultó para miles cautivante y emulante.[4]
Y si antes de los años 80’ se cantaba, después sí que cierto.

La saturación musical en nuestros encuentros litúrgicos empieza a hastiarnos; igualmente la concepción moderna de la adoración como espectáculo. La industrialización de la liturgia comienza a ser discernida de manera real: una vulgar comercialización de la fe. Ya “Jesús” parece una marca muy bien posicionada en el mercado internacional. Mientras tanto, algunos nos preguntamos: -¿estamos adorando a Dios en Latinoamérica? 
¿Corresponden los espectáculos cristianos y la industrialización de la música cristiana a un conocimiento bíblico y personal del Dios revelado en Jesucristo?

Teniendo en cuenta que en muchos escenarios se está confundiendo adoración y alabanza con cantar, deseo hacer una confesión: nunca he escuchado más mentiras que cuando se canta en cultos evangélicos. Cuando cantamos frases como esta “te amo Dios”. ¿En serio estamos amando a Dios como él exige ser amado? 
Más mentiras: “Temprano yo te buscaré. De madrugada yo me acercaré a ti…” ¿Temprano? ¿De madrugada? 
Esta otra: “Hacemos hoy ante tu altar un compromiso de vivir en santidad…” ¡Sin comentario! 
“Te puedo sentir… sé que estás aquí. Te puedo sentir…” ¿Te puedo sentir? ¡Yo no siento nada! Yo canto ese coro así: “Nada que te puedo sentir, pero por la fe en tu Hijo Cristo sé que estás aquí.” 
Cuando cantamos “Vengo a adorarte. Vengo a postrarme. Vengo a decir que eres mi Dios…” Y volteo a mirar cuando entonamos “vengo a postrarme”, vaya sorpresa: se nos da por levantar las manos, pero no he presenciado la ocasión donde en verdad nos postremos.

Cantar a Dios lo que no se vive es “tomar su santo nombre en vano”. Dijo el predicador John Stott:
Toda vez que nuestra conducta es inconsecuente con nuestra creencia o nuestra práctica contradice lo que predicamos -cantamos-, tomamos el nombre de Dios en vano. Llamar a Dios “Señor” y no hacer lo que él manda, es tomar su nombre en vano. Llamar a Dios “Padre” y estar llenos de ansiedad y dudas, es negar su nombre. Tomar el nombre de Dios en vano es hablar –cantar- de un modo y actuar de otro. Esto se llama hipocresía.[5]

Otra lamentable realidad en algunos cultos, es que no sabemos lo que cantamos. Ejemplo, cuando cantamos peticiones como ésta: “renuévame, transfórmame, quebrántame…” Prácticamente le estamos pidiendo a Dios que nos haga añicos y con los mil pedazos que queden tirados en el piso nos haga de nuevo. Y cuando Dios lo empieza hacer, le rogamos que nos quite el dolor, el sufrimiento y las pruebas que nos quebrantan, transforman y renuevan.
Por favor, nunca olvide esto: Dios se toma en serio lo que cantamos.

“Adorar es doblegarse, levantar las manos, orar, cantar, recitar, predicar, llevar a cabo rituales alimenticios o de limpieza, obedecer, etc.,”[6] con alegría e integridad.
Adoración es “responder a todo lo que es Dios con todo lo que somos nosotros, responder a todo su ser con todo nuestro ser.”[7]
Adoración es la forma bíblica de amar y honrar a Dios.[8]
Para mí, “Adorar es postrarse con rostro en el suelo ante el Dios verdadero, maravillados genuinamente por ver con asombro sus obras; quién es él y cómo alcanza a su creación el proyecto de su amor. Quien se postra ante Dios reconoce que sólo él es digno de gloria, honra y poder en todos los aspectos de su vida, todo el tiempo. Haciendo esto siempre en comunidad.”[9]
La música es apenas una expresión artística de la adoración; no es adoración, como tampoco es la única forma de expresarla, es una entre otras.

Esta reflexión no sugiere exorcizar la música de los encuentros cristianos de culto, recomienda más bien no sustituir la adoración genuina por la música.
Los ancianos celestiales en las visiones apocalípticas de Juan de Patmos, arrojaron sus coronas y adoraron a Dios (Apocalipsis 4.10). Qué hermoso sería, en un culto de estos, arrojar nuestros instrumentos, egos, tecnologías, talentos, micrófonos, sonido a los pies del Cordero de Dios -ya que no tenemos coronas- para adorarlo en Espíritu y en verdad. Y si cantamos, que sea la expresión de una vida que todo el tiempo se ofrece al cielo, o se esfuerza, como existencia grata a los ojos del Creador, a quien corresponde toda honra y gloria en cada una de nuestras vidas y en la Iglesia, por siempre, Amén.

©2018 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Los himnos o cánticos del Apocalipsis son un excelente lugar para realizar un estudio teológico y litúrgico de la adoración cristiana. Ocurre que el libro no es sólo profético y epistolar, sino que “es todo un himnario”. Los siete escenarios litúrgicos con entonación de himnos: (1) Ap 4:8, 11, (2) Ap 5:9, 10, 12, 13, (3) Ap 7:10, 12, (4) Ap 11:15, 17, 18, (5) Ap 12:10-12; (6) Ap 15:3, 4, (7) Ap 19:1, 2, 6-8. Daniel Oscar Plenc. “Los himnos del Apocalipsis”. DavarLogos, ISSN 1666-7832, Vol. 12, Nº. 1, 2013, págs. 109-127
[2] Juan Pablo González Rodríguez. “Hacia el Estudio Musicológico de la Música Popular Latinoamericana.” Revista Musical Chilena, 1986, XL, 165, pp. 59 - 84
[3] Término acuñado por mí en el año 2005 para manifestar la preocupación de un movimiento musical “cristiano” que industrializó la adoración y la alabanza como parte del mundo del entretenimiento. También para invitar a diferentes pastores y estudiantes de teología a reflexionar en el fenómeno. Dicha manifestación e invitación aconteció en el Seminario bíblico de Colombia, dentro del aula de clase en el curso “Redacción y escritura”.
[4] Miguel Angel Mansilla Agüero. “Del valle de lágrimas al valle de Jauja: las promesas redentoras del neopentecostalismo en el más acá.”  Polis: Revista Latinoamericana, ISSN 0717-6554, ISSN-e 0718-6568, Nº. 14, 2006
[5] John Stott. Cristianismo Básico. Buenos Aires: Certeza, 1997, p.72
[6] John Piper. Sed de Dios. Barcelona: Andamio (2001): 80
[7] ​Andrés Birch. “La adoración y la alabanza según la Biblia”. https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/la-adoracion-y-la-alabanza-segun-la-biblia/
[8] Antonio García Moreno. “Adorar al Padre en Espíritu y en verdad”. Scripta theologica: revista de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, ISSN 0036-9764, Vol. 23, Fasc. 3, 1991, págs. 785-835
[9] Edison Ramírez Suaza. “EL DIOS QUE ADORAMOS: repensando la adoración y la alabanza en el libro de Apocalipsis”. Conferencias en el marco del congreso de adoradores en el Centro Evangélico de Arjona, Bolívar. Junio 29 a Julio 2 del 2018.

jueves, 7 de junio de 2018

DIOS ME HACE REÍR



Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, aprended – ¡a reír!
F. Nietzsche

Muchas son las oportunidades en las que nos reímos y por muchas razones: por un chiste. Por algo gracioso que acontece. Por amor. Por enojo. Por ironía. Por complacencia. Por placer. Por burla…
En ocasiones la risa es la manera de estar más cerca del prójimo y, en algunos casos, más cerca de Dios.  Reír es un arte, especialmente cuando la causa irrumpe desde el cielo o en complicidad con él.

En tanto sigue estas humildes líneas, me encantaría que sostuviera en reflexión la siguiente pregunta: en algún momento de la vida, ¿Dios te ha hecho reír?

Las Escrituras contienen un testimonio verídico de cuando Dios hizo reír una pareja de adultos mayores. Muy mayores. Su bella historia se encuentra en el fascinante libro del Génesis 18.1-15.
En resumidas cuentas: el relato bíblico trata de cuando los esposos de avanzada edad, Abrahán con 100 años y Sara con 90, experimentaron -de manera sublime- una teofanía que les anunció la promesa de un hijo.
Cuando la esposa del patriarca escuchó semejante "disparate", rió para sus adentros, al parecer, porque la promesa le ayudó a reírse un poco de sí misma y de su esposo:
Por eso Sara se rió consigo misma, y dijo: «¿Después de haber envejecido voy a tener placer, si también mi señor ya está viejo?» (Gén. 18.11).
La risa de esta anciana me recuerda las palabras de Simon Critchley: “reírse de uno mismo es darse cuenta que uno es ridículo; este humor no es deprimente, al contrario, nos da un sentido de emancipación, consolación y elevación infantil.”[1]

Note pues la malicia indígena de Sara: el Señor le promete un hijo y ella inmediatamente se ríe porque va a volver hacer el amor con su esposo. Y si lo hace, vaya Dios a saber si va a sentir “las mismas cosquillas que sintió hace mucho más de 20.”

En el cap. 17 del Génesis entre los vv. 15-19, Dios habla con Abrahán a quien, entre otras cosas, le promete un hijo.
“Si no fuera porque esta es una promesa de Dios, hubiese sido un chiste cruel.”[2]
Cuando Abrahán escuchó la promesa,
se postró entonces sobre su rostro, y riéndose dijo en su corazón: «¿Acaso a un hombre de cien años le va a nacer un hijo? ¿Y acaso Sara, que tiene noventa años, va a concebir?» (Gén. 17.17).

En la vida llegué a creer que uno también se postraba ante Dios para reírse, y como si fuera poco, quizá con él. Intuyo la risa en esta experiencia como el recurso que encontró el patriarca, en ese instante, para estar más cerca de Dios.
Vaya cosa más bella: ¡Abrahán se postró delante de Dios para reírse!
Dios no reprende la risa de Abrahán, la comprende. La acepta. La recibe. Sospecho que hasta cómplice de ella se hizo.

Así, la risa viene siendo el hilo con el que el escritor bíblico teje esta cautivante narrativa. Inclusive se le otorga protagonismo cuando el Señor ordenó a Abrahán  llamar al niño “Risa” (Gén. 17.19). En hebreo, Isaac. Es como si le dijera: -Pues ombe, ya que esta promesa te causa tanta risa, llamarás al niño “Risa” pa’ que nunca deje de reírse.-
En efecto, 9 meses después de esta experiencia de Dios entre risas, nació el niño cuyo padre tenía 100 años de edad y su madre 90. Entonces exclama la madre recién parido su milagro: «Dios me ha hecho reír, y todo el que lo sepa se reirá conmigo» (Gén. 21.6).

La teóloga Elisa Estévez, en el año 2015 dio un seminario en Medellín titulado: “Experiencia de Dios en el libro de Génesis”, fue ahí cuando la escuché decir: “Dios hace reír al hombre para abrir brechas en sus conocimientos y para superar las maneras de entender las cosas. En consecuencia, reír viene a ser una expresión de sabiduría humana.

¿Recuerda que te pedí el favor de seguir reflexionando en si alguna vez Dios te hizo reír?
¡Dios me ha hecho reír también!
Me recuerdo con 4 años de edad cuando mi madre hastiada de existir sin vida agendó suicidarse. Sus desgracias, más el infierno que le ofreció mi padre sumergido en el alcohol, hundieron su alma hasta el fondo del pozo de la desesperación. En verdad, era más fácil que una anciana pariera un niño a que mi casa encontrara esperanza.
Pero aconteció lo inesperado: ¡la esperanza nos encontró! Me recuerdo inundado de risas por la salvación con la que el Señor nos visitó un 31 de diciembre en el año de 1982. Esa noche reímos con alegría, porque en lo que respecta nuestra salvación ¡nada es imposible para Dios!
«Dios me ha hecho reír, y todo el que lo sepa se reirá conmigo.»

©2018 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Critchley en Milton Acosta. El humor en el AT. Lima: Puma (2009): 61
[2] Ibid

LA SOCIEDAD DEL BESO

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi besos. ¡Qué belleza! Vi el beso de un padre bien chantao sobre la mejilla de su...