Los Ojos Que Nunca
Pedí
cuando todo mundo me ve
Mirando yo por entre la celosía de la
ventana de mi casa, vi que me ven. Esta vez mis ojos cayeron en la cuenta de
que muchos otros, todo este tiempo, se han fijado en mí. Y reacciono arrojando
mis franquezas al respecto en los conductos de las palabras: verdaderamente me
siento invadido por miedos y valentías. Miedos, porque desde Génesis capítulo
tres se ha vuelto tan humano temer; personal y especialmente cuando las miradas
se asientan sobre mi peregrinaje, donde son tan inmediatamente obvios mis defectos
(¡eso es para temblar del susto!); pero como se trata de miradas fijas, con el
resto del tiempo irrumpen lentamente virtudes que provocan leves y frágiles
embelesos en los ojos que me ven. Entonces empiezo a comprenderme valiente.
La mirada humana tiene en sí misma un abanico extenso de lenguaje. Con una mirada juzgamos, enamoramos, perdonamos, afirmamos, desconfiamos, mentimos y, sin pretensiones de haber agotado todo lo que comunicamos con la mirada, con ella definimos. Basta con mirar atentamente a alguien para hacernos a una idea de quién es él o ella. No menospreciemos entonces el inmenso valor de una mirada.
Cuando disfrutamos de una experiencia
genuina de Dios, nuestras vidas inmediatamente quedan expuestas a las miradas.
Empezamos a ser antorchas, lumbreras en la sociedad, cuyas vidas no se ocultan
bajo mesas ni se esconden dentro de cajones. Todo lo contrario, así como en los
tiempos antiguos las antorchas se ubicaron en las partes altas de la ciudad o
de la casa para que alumbre a todos, así la luz de vida debe exponerse a todas
las miradas para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a Dios Padre que
está en los cielos. Sin los despreciables ánimos de caer en la hipocresía de
exhibir obras que produzcan elogios de otros al frágil ego; más bien, en la
virtud de ofrecerse al otro transparentemente para la gloria de Dios.
No es ajeno a ninguno de nuestros saberes de multitudinarias miradas hechizadas por referentes faranduleros cuyas vidas están en deconstrucción. Es decir, no arrojan luz sobre otros, porque tampoco tienen para sí mismos; sino que sumergidos en la oscuridad del pecado y siendo enceguecidos, pretenden ser guías de otros ciegos; deconstruyendo sus propias vidas y las de otros.
Si miras bien a tu alrededor, muchas
son las miradas que también se estacionan sobre ti. Todas ellas esperan ver en
ti luz, vida, Dios. Todos los cristianos somos cartas abiertas que todas las
personas a nuestro alrededor pueden leer. Nos guste o no, somos un anuncio vivo
del evangelio de Jesucristo. Eso es para temblar del susto, porque nos trepa
sobre responsabilidades para con el mundo que quizá quisiéramos esquivar. Como
también nos empuja a la valentía. Es decir, al atrevimiento de ser justos,
honestos, verdaderos, humildes, pacificadores, sobrios, generosos, serviciales,
misericordiosos, veraces,... de manera genuina y expuesta como Jesús. Apostarle
a una vida como la de Jesús, siempre traerá construcción personal y colectiva.
Recuerda: Dios nos mira, el mundo nos
mira.
©2014 Ed. Ramírez Suaza