lunes, 14 de octubre de 2013

Un Cafesito Con Dios III



Un Cafesito Con Dios III
la práctica

Juan Valdéz o no, Dios siempre está interesado en tomarse un cafesito con el ser humano a quien ha dotado de existencia y a quien le brinda sentido de vida. Pero no todos valoran este deseo divino, prefiriendo el peligro del ser vacío. Parecieran incontables las gentes con vida vacía de Dios, lo más lamentable es que en muchos de estos casos es un vacío adrede. Más lamentable aún es el vacío de muchos otros que se rotulan de piadosos con un sin número de tintes denominacionales, cuyas vidas están desposeídas de la virtud que implica su fe. Como han manifestado varios analistas de esta realidad: “en América Latina el cristianismo tiene un kilómetro de ancho pero un centímetro de profundidad”. Y otra observación la hizo en una clase teológica el Dr. Fernando Mosquera: “la Iglesia en los últimos veinte años ha venido perdiendo poco a poco la piedad”. 

Fundamental en la oración la virtud, si entendemos nuestras oraciones como respuestas al Dios que ha hablado, haciéndolo asistidos por el Espíritu Santo coherentemente a Dios con vida y palabras a lo que Él es, dice y hace en favor de la humanidad.

Por esas cosas religiosas que hacemos en el devenir de la experiencia de fe, mutilamos nuestra comprensión de oración desposeyéndola de su riqueza y quedándonos con el monólogo. Y así nuestras oraciones quedaron empobrecidas, o en su defecto presumidas por esos movimientos emergentes de esta segunda modernidad, donde orar no es ni siquiera hablar con Dios, sino manipularle, ordenarle, reclamarle, decretarle, exigirle; donde los valores se invierten: nosotros quedamos como dioses y Dios como el sujeto obediente.

Cuando de orar se trata, el orante reconoce su papel en esta gracia de poder contactar el cielo personalmente. Él es humano necesitado de responder al amor de Dios, no sólo desde la humildad verbalizada, también desde la santidad cotidiana y presente. Nuestra mejor oración debería ser lo que vivimos día a día. De nada nos sirve “pelarnos las rodillas” sino nos “pelamos los pies” en el camino de santidad. Absolutamente inútil es hablar a Dios sin vivir para él. No podemos andar diciendo –Señor, Señor…– si nuestro corazón está lejano de él. Bien decía A. A. Hodge: -Cualquiera que cree ser cristiano y haber aceptado a Cristo para su justificación sin, al mismo tiempo, haberle también aceptado para su santificación, ha sido vilmente engañado en su experiencia-.[1]

Los orantes sinceros no disfrutan una moralidad hipócrita emergente de un corazón vaciado de integridad cristiana, mas bien comprenden la magnitud de la cruz de Cristo en sus vidas, y experimentan una cristianización día a día, porque “el Espíritu Santo nos capacita para apropiarnos de Cristo de un modo cada vez más completo y consciente”,[2] así vamos siendo más libres del pecado y más semejantes a él.

Sin dicha semejanza en proceso, orar es imposible.
Las más grandes oraciones cristianas tienen menos palabrerías y más congruencia con una experiencia de fe genuina.

Oremos.
¡La oración del justo puede mucho!




[1] Hodge en Dallas Willard. Renueva Tu Corazón. CLIE. 2004, p.287
[2] Strong en Ibid

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