Un
Cafesito Con Dios III
la práctica
Juan Valdéz o no,
Dios siempre está interesado en tomarse un cafesito con el ser humano a quien
ha dotado de existencia y a quien le brinda sentido de vida. Pero no todos valoran este deseo divino, prefiriendo el peligro del ser vacío. Parecieran incontables las gentes con vida vacía de
Dios, lo más lamentable es que en muchos de estos casos es un vacío adrede. Más
lamentable aún es el vacío de muchos otros que se rotulan de piadosos con un
sin número de tintes denominacionales, cuyas vidas están desposeídas de la
virtud que implica su fe. Como han manifestado varios analistas de esta
realidad: “en América Latina el cristianismo tiene un kilómetro de ancho pero
un centímetro de profundidad”. Y otra observación la hizo en una clase
teológica el Dr. Fernando Mosquera: “la Iglesia en los últimos veinte años ha
venido perdiendo poco a poco la piedad”.
Fundamental en la oración la virtud, si entendemos nuestras oraciones como respuestas al Dios que ha hablado, haciéndolo asistidos por el Espíritu
Santo coherentemente a Dios con vida y palabras a lo que Él es, dice y hace en
favor de la humanidad.
Por esas cosas
religiosas que hacemos en el devenir de la experiencia de fe, mutilamos nuestra
comprensión de oración desposeyéndola de su riqueza y quedándonos con el
monólogo. Y así nuestras oraciones quedaron empobrecidas, o en su defecto
presumidas por esos movimientos emergentes de esta segunda modernidad, donde
orar no es ni siquiera hablar con Dios, sino manipularle, ordenarle, reclamarle,
decretarle, exigirle; donde los valores se invierten: nosotros quedamos como
dioses y Dios como el sujeto obediente.
Cuando de orar se
trata, el orante reconoce su papel en esta gracia de poder contactar el cielo
personalmente. Él es humano necesitado de responder al amor de Dios, no sólo
desde la humildad verbalizada, también desde la santidad cotidiana y presente.
Nuestra mejor oración debería ser lo que vivimos día a día. De nada nos sirve
“pelarnos las rodillas” sino nos “pelamos los pies” en el camino de santidad. Absolutamente
inútil es hablar a Dios sin vivir para él. No podemos andar diciendo –Señor,
Señor…– si nuestro corazón está lejano de él. Bien decía A. A. Hodge: -Cualquiera
que cree ser cristiano y haber aceptado a Cristo para su justificación sin, al
mismo tiempo, haberle también aceptado para su santificación, ha sido vilmente
engañado en su experiencia-.[1]
Los orantes sinceros
no disfrutan una moralidad hipócrita emergente de un corazón vaciado de
integridad cristiana, mas bien comprenden la magnitud de la cruz de
Cristo en sus vidas, y experimentan una cristianización día a día, porque “el
Espíritu Santo nos capacita para apropiarnos de Cristo de un modo cada
vez más completo y consciente”,[2]
así vamos siendo más libres del pecado y más semejantes a él.
Sin dicha semejanza
en proceso, orar es imposible.
Las más grandes
oraciones cristianas tienen menos palabrerías y más congruencia con una experiencia
de fe genuina.
Oremos.
¡La oración
del justo puede mucho!