El Amargo
Sabor De La Dulce Caída III
el bálsamo liberador del perdón
Hay silencios que
resultan fascinantes: en una pieza musical, en una mirada de enamorados, en un
beso bajo la lluvia, en una caricia de mejillas y en una profunda oración; pero
cuando se trata de relegar una confesión es fatal.
En el ojo de la
fatalidad se encuentra un hombre quien, a cambio de amoríos de una mujer casada
entre las sábanas de su cama, ha dado engaños, asesinatos, hipocresías,
lujurias, y un inmenso silencio. Silencio de casi un año. Hasta que en una
tarde primaveral llega un anciano sabio, prudente, astuto, creativo; con la
capacidad de señalar con su índice los pecados de un rey. Sí. Su nombre fue
Natán, el profeta.
Resalto de éste
último su creatividad, quien al enterarse de las patrañas de su rey vino, en el
momento propicio, a socializarle un cuento: «En cierta ciudad vivían dos
hombres. Uno de ellos era rico, y el otro era pobre. El rico tenía muchas
ovejas y vacas, pero el pobre sólo tenía una corderita que había comprado y
criado, y que era como su propia hija, pues comía de su mesa, bebía de su vaso
y dormía en su regazo; era como de la familia, pues había crecido con él y con
sus hijos. Un día, el hombre rico recibió a un visitante y, como no quiso matar
a ninguna de sus ovejas o vacas para ofrecerle de comer al visitante, fue y
tomó la oveja del hombre pobre, y la preparó para su visitante.»[1]
Cuando el rey escucha esta fascinante historia, se emociona y con justo fervor
ordena: “ese hombre debe morir”. Sin titubeos el profeta apunta al pecho de su
majestad mientras con ronca voz dice, “ese hombre eres tú”. El dedo señalador
del profeta se sostiene sentenciando al rey a escuchar las consecuencias de sus
desaciertos. Quizá el rey palidece, hasta que por fin escucha y ve una puerta
llamada perdón. Puerta que, sin lugar a dudas, el rey aceptó. Para cruzarla
debe confesarse.
La confesión
últimamente ha encontrado desacreditación, especialmente en las nuevas
generaciones; peor aún en los círculos evangélicos. Pero nada tan liberador
como abrir el corazón ante un ministro de Dios, vaciar todas las culpas sin
compasión y escuchar de sus labios decir: en el nombre de Jesucristo tus
pecados son perdonados. No que el ministro perdone mis pecados. Así como un
enfermo es sanado en el nombre de Jesucristo por la oración de un ministro, un
pecador también puede hallar la paz tan anhelada al ser perdonado por el cielo
por la oración del mismo. Sé que el ministro no sana, pero Jesús sí por la
oración de éste. Así, el pecador es perdonado, no por el ministro, sino por
Jesucristo.
El perdón es un
regalo recibido, aunque inmerecido, resulta para la humanidad liberador,
transformador, vivificante, sublime y digno de gratitud. Nunca he hallado tanta
paz como cuando soy perdonado. Decía Karl Barth: «Dios es el primero y
realmente presente, no estamos abandonados por él ni entregados a nosotros
mismos, ni en nuestra imbecilidad y apatía ni en nuestro descuido y mal uso de
lo que él nos ofrece; por el contrario, en cada ahora podemos contar también
con que perdona los pecados, ampara a los hijos descarriados, deja que los
cansados peregrinos, pese a todo, den sus pasos cortos y vacilantes; que su sabiduría
está por encima de nuestra necedad, y su bondad por encima de nuestra maldad;…»[2]
y, ¿qué tal que no fuera así?
Cada que necesite
hallar la paz, rompa los silencios encargados de atarle las culpas, de
encadenarle la sinceridad y la oportunidad de confesarse sinceramente ante Dios
(si es de ayuda, también ante un ministro del evangelio o un herman@ maduro en
la fe), para que pueda experimentar el refrescante bálsamo del perdón.