lunes, 23 de julio de 2012

El Amargo Sabor De La Dulce Caída III

El Amargo Sabor De La Dulce Caída III
el bálsamo liberador del perdón

Hay silencios que resultan fascinantes: en una pieza musical, en una mirada de enamorados, en un beso bajo la lluvia, en una caricia de mejillas y en una profunda oración; pero cuando se trata de relegar una confesión es fatal.

En el ojo de la fatalidad se encuentra un hombre quien, a cambio de amoríos de una mujer casada entre las sábanas de su cama, ha dado engaños, asesinatos, hipocresías, lujurias, y un inmenso silencio. Silencio de casi un año. Hasta que en una tarde primaveral llega un anciano sabio, prudente, astuto, creativo; con la capacidad de señalar con su índice los pecados de un rey. Sí. Su nombre fue Natán, el profeta.

Resalto de éste último su creatividad, quien al enterarse de las patrañas de su rey vino, en el momento propicio, a socializarle un cuento: «En cierta ciudad vivían dos hombres. Uno de ellos era rico, y el otro era pobre. El rico tenía muchas ovejas y vacas, pero el pobre sólo tenía una corderita que había comprado y criado, y que era como su propia hija, pues comía de su mesa, bebía de su vaso y dormía en su regazo; era como de la familia, pues había crecido con él y con sus hijos. Un día, el hombre rico recibió a un visitante y, como no quiso matar a ninguna de sus ovejas o vacas para ofrecerle de comer al visitante, fue y tomó la oveja del hombre pobre, y la preparó para su visitante.»[1] Cuando el rey escucha esta fascinante historia, se emociona y con justo fervor ordena: “ese hombre debe morir”. Sin titubeos el profeta apunta al pecho de su majestad mientras con ronca voz dice, “ese hombre eres tú”. El dedo señalador del profeta se sostiene sentenciando al rey a escuchar las consecuencias de sus desaciertos. Quizá el rey palidece, hasta que por fin escucha y ve una puerta llamada perdón. Puerta que, sin lugar a dudas, el rey aceptó. Para cruzarla debe confesarse.

La confesión últimamente ha encontrado desacreditación, especialmente en las nuevas generaciones; peor aún en los círculos evangélicos. Pero nada tan liberador como abrir el corazón ante un ministro de Dios, vaciar todas las culpas sin compasión y escuchar de sus labios decir: en el nombre de Jesucristo tus pecados son perdonados. No que el ministro perdone mis pecados. Así como un enfermo es sanado en el nombre de Jesucristo por la oración de un ministro, un pecador también puede hallar la paz tan anhelada al ser perdonado por el cielo por la oración del mismo. Sé que el ministro no sana, pero Jesús sí por la oración de éste. Así, el pecador es perdonado, no por el ministro, sino por Jesucristo.

El perdón es un regalo recibido, aunque inmerecido, resulta para la humanidad liberador, transformador, vivificante, sublime y digno de gratitud. Nunca he hallado tanta paz como cuando soy perdonado. Decía Karl Barth: «Dios es el primero y realmente presente, no estamos abandonados por él ni entregados a nosotros mismos, ni en nuestra imbecilidad y apatía ni en nuestro descuido y mal uso de lo que él nos ofrece; por el contrario, en cada ahora podemos contar también con que perdona los pecados, ampara a los hijos descarriados, deja que los cansados peregrinos, pese a todo, den sus pasos cortos y vacilantes; que su sabiduría está por encima de nuestra necedad, y su bondad por encima de nuestra maldad;…»[2] y, ¿qué tal que no fuera así?

Cada que necesite hallar la paz, rompa los silencios encargados de atarle las culpas, de encadenarle la sinceridad y la oportunidad de confesarse sinceramente ante Dios (si es de ayuda, también ante un ministro del evangelio o un herman@ maduro en la fe), para que pueda experimentar el refrescante bálsamo del perdón.


[1] 2 Samuel 12.1-4
[2] Karl Barth. Instantes, p. 94

lunes, 16 de julio de 2012

El Amargo Sabor De La Dulce Caída II


El Amargo Sabor De La Dulce Caída II
una cita con el silencio

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi a un poderoso hombre en una cita con el silencio. Él acaba de matar uno de sus más fieles peones para seguir de amante con Betsabé, su esposa. Luego de ser capaz de vestirse con hipocresía, saludar de abrazo, quizá también de beso, al dueño legítimo de su amante y darse cuenta que este hombre no da doblez a sus lealtades, no queda más remedio que sentenciarlo a muerte. No desde un juzgado legítimo, sino desde las sombras de las negras confidencias entre un rey y su general. David, el gran rey, aparte de ser adúltero, ahora también es un vil homicida. Su conciencia se lo grita cada amanecer, cada atardecer e inevitablemente cada anochecer; inclusive en los sueños que atormentan sus noches. Como si fuera poco, luego de matar a Urías se casa con la viuda, Betsabé, para “legitimizar” sus concupiscencias.[1]

Todos estos actos aún no asoman a la opinión pública. David se esfuerza por prevenir escándalos que irremediablemente comprometerán su imagen. Por un año el rey David se dio cita con el silencio. Por 365 días, aproximadamente, este hombre amordazó su sinceridad, su franqueza, su corazón para permitir dentro de sí mismo un festín de acusaciones de lujuria, adulterio, hipocresía, asesinato. El silencio a demás de ser un indicativo de alguna resistencia,[2] era quien se encargaba de succionarle poco a poco la vida. Él mismo  llegó a describir su experiencia silenciosa: Mientras callé, mis huesos envejecieron, pues todo el día me quejaba. De día y de noche me hiciste padecer; mi lozanía se volvió aridez de verano.[3] El silencio mata, especialmente a aquellas personas que han gustado de los deleites de la integridad. Si Ud. ha sido íntegr@ le será fácil comprender lo que digo.

En estos casos, ¿por qué callamos? Callamos porque la vergüenza supera nuestra valentía. Callamos porque la culpa avasalla la voluntad. Callamos porque la fría soledad así lo propone. Callamos por temores al rechazo, al señalamiento, a las acusaciones. Callamos porque nos gusta ser aceptados. Callamos por una y mil razones más. Pero callar enferma. «No hay nada tan atormentador y devastador para la vida como los pecados ocultos de la carne»[4] Bien dijo Hans Joachim Kraus, «La culpa retenida en el hombre, guardada en silencio, tiene efectos destructores y consumidores sobre la condición física del individuo.»[5]

Esa culpa retenida con silencio a David lo estaba eliminando: perdió equilibrio interior, la tranquilidad de sus pensamientos. La queja comenzó a ser el escondite favorito de sus culpas, mientras la fiebre agrede su salud y el insomnio su paz. A pesar de estar rodeado de centenares de personas y de casarse con la viuda de su víctima, la soledad no le abandona. Entre David y Dios hay un abismo que los separa. Ese abismo tiene nombre propio: silencio.

El silencio ha sido por siglos cómplice de nuestras dañinas culpas. Esas, las encargadas de hacernos sentir, a veces con justa razón, sucios, pordioseros, viles, miserables. El silencio es el abrevadero donde al escondido alimentamos pecados ocultos, donde en la oscuridad irrumpen otros males que nos recluyen la sinceridad, el anhelo de confesarnos, arrepentirnos y experimentar el remanso del perdón.

Continuará…






[1] La historia completa la encuentra en 2 Samuel 11
[2] Timothy J. Trull, & E. Jerry Phares. Psicología Clínica: Conceptos, Métodos Y Aspectos Prácticos De La Profesión, p.153
[3] Salmo 32.3, 4
[4] Charles Swindoll. David, p. 214
[5] Hans Joachim Kraus. Los Salmos Vol. I, p. 524 [e-book]

martes, 3 de julio de 2012

El Amargo Sabor de la Dulce Caída


El Amargo Sabor de la Dulce Caída

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa vi el poder de la seducción. Ella, toda una dama casada con un hombre que comprende a plenitud el poder de lealtad en las diferentes esferas de la vida. Ella vive en el sector más exquisito de la ciudad, al lado, vive el hombre más rico y poderoso de su país. Ella es consciente de sus atributos físicos: de la sensualidad de sus labios, de la dulzura de su voz y lo atractiva que es su piel de durazno, de la fascinación de sus cabellos, del encanto de su mirada. Ella viene notando que su vecino tiene una rutina de sol por las mañanas en el balcón de su penthouse; quizá por eso una mañana de cielo azul, de melodiosos trinares, se toma un baño al desnudo en el patio de su casa, precisamente el patio que linda con el balcón del penthouse aquel.[1] Y claro, acertó con la rutina de sol de su vecino magnate. El viejo pasea por su balcón, se admira de sus riquezas, suspira antes de quemarse la lengua con el primer trago de café y de repente su mirada queda cautivada con ese cuerpo desnudo sumergido en la bañera de su vecino. En ese momento Dios se hizo irreal. Pierde toda realidad, sólo el deseo por esa mujer es real.

Abusando de su poder la manda llamar inmediatamente. Ella, abusando de sus atributos y de la ausencia de su esposo atiende sin reparos. “Para qué describir lo que hicieron en la alfombra, si basta con resumir que se besaron hasta la sombra. Y un poco más”. Cuerpos agitados y sudorosos se entrelazan mientras reposan lo que ya no es placentero. Algunos pensamientos comienzan a acusar los susodichos: -¿qué has hecho?- Una vez el instinto animal queda satisfecho, la hipocresía de ambos se alista para la función. En ella, para cuando llegue su esposo sonreírle como si nada hubiera pasado. En él, para cuando llegue uno de sus más fieles escoltas, si no el más, estrecharle la mano como si nunca se hubiera dormido su mujer. Fueron al mismo culto, levantaron “manos santas” mientras cantaban el salmo 23 entre danzas y palmas. Pero sus conciencias jamás fueron engañadas.

Por más que intentaron recordar su “canita al aire” como el instante más grato de sus vidas, no lograron evadir la voz de sus conciencias. Al mes, ella le envía un e-mail con contenido de telegrama: -nada que me viene- No se les ocurrió interrumpir el embarazo, como tampoco lograron conciliar el sueño varias noches. Inesperadamente, al magnate se le ocurre mandar a matar su soldado más leal. Y eso que este hombre poderoso era reconocido por vivir, además, como buen religioso; inclusive algunos lo conocían como “el hombre conforme al corazón de Dios”. ¡Qué tal que no! La breve dulzura de aquella tarde se transformó en el trago más amargo de toda la vida para ambos. Ahora a sus pecados, se les adhiere uno peor: homicidio. Y la vida los obligó a reconocer que, no todos los placeres deben ser complacidos irracionalmente. Algunos deleitan al instante pero arruinan de por vida. 

Continuará…


[1] Es una libre redacción de la apasionada historia entre David y Betsabé, que de hecho, algunos como Raymond Brown creen que Betsabé fue seductora en su proceder. Ver más: Charles R. Swindoll. David, un hombre de pasión y destino. Casa Bautista de Publicaciones, p. 204

LA SOCIEDAD DEL BESO

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi besos. ¡Qué belleza! Vi el beso de un padre bien chantao sobre la mejilla de su...