Existe la soledad que expresa el dolor de estar solo
y la soledad que expresa la gloria de estar a solas.
Paul Tillich
Soledad.
Ella tiene cara amable y maquiavélica.
Ella es dulce y cruel.
Ella es amada y odiada.
Indomable.
Quizá, y sólo quizá, hemos intentado controlarla a lo largo de nuestra
existencia sin alcanzar algún beneficio común para nuestra humanidad.
La soledad nos sigue a cada paso que damos,
en el asfalto y en la suciedad del aire que suele respirarse en las grandes ciudades;
vagabundea en el sonido estridente de cláxones irritados, de gritos de
ambulantes o de balbuceos irreconocibles, inclusive en el silencio de las palabras
que no decimos; deambula a nuestro lado en el asiento contiguo del autobús o
del metro; yace en las conversaciones intrascendentes, en lecturas forzadas o
en las cuasi voces de los Rolling Stones o de Lady Gaga anquilosadas en los
reproductores de MP3.[1]
La soledad nos acompaña.
¿Qué es la soledad?
En unas realidades donde el lenguaje se diluye en comunicaciones
subjetivas, se precisa cierta determinación para plantear -por no decir
recuperar- el significado de las maravillas que conocemos como palabras. En
este orden de ideas se puede afirmar que, soledad es “carencia de compañía.”[2]
A veces ella es apetecida; similar a un exilio voluntario que sale al encuentro
y al redescubrimiento de sí mismo, como por ejemplo Jesús nazareno cuando fue
al desierto, entre otras, para estar solo y reconocerse en la definición de
Dios Padre, quien recién había dicho: “este es mi Hijo amado en quien tengo
complacencia” (Mateo 3.13- 4.11).
Otras soledades son involuntarias, como lo es el abandono.
Los abandonos sufridos en las existencias latinoamericanas son dolorosos,
preocupantes, inmensos… gestantes de unos peligros crueles que comprometen la
integridad de quienes lo padecen. Y es, precisamente, en condiciones así que el
corazón humano se convierte en una fuente de desolación y angustia,[3]
en un “caldo de cultivo” donde cada quien alimenta lo que puede, lo que quiere
o lo que no quiere.
“A quien está solo o es un solitario suele llamársele “alma en pena” …o
bien, se dice que está desamparado, huérfano o abandonado. Y no es de extrañar,
incluso, que a la soledad se le atribuya un rasgo patológico. Más que un estar,
es un padecer del alma.”[4]
Un riesgo percibido a causa de estas soledades es que conduce al ser
humano hacia los menosprecios por la vida personal, por la del prójimo y
consecuentemente por la de Dios; “en los momentos de soledad constatamos cuán
extraños somos unos a otros, cuán alejada está la vida de la vida.”[5]
Desde esta perspectiva, la soledad es tragedia.
En su expresión más pura del caos, la soledad es ausencia de Dios. Los testigos de la ausencia de Dios son muchos,
algunos conscientes de ello, otros no. Quienes tienen conciencia, o el
sentimiento, de esta ausencia experimentan una angustia profunda que los hace exclamarla,
lamentarla y reprocharla, algo así como: -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? ¿Por qué estás tan lejos, y no vienes a salvarme? ¿Por qué no
atiendes mi clamor? Dios mío, te llamo de día, y no me respondes; te llamo de
noche, y no hallo reposo- (Salmo 22.1-2). O así: -Como ciervo que brama por las
corrientes de agua, así mi alma clama por ti, mi Dios… pues a todas horas me
preguntan: «¿Dónde está tu Dios?» Pienso en esto, y se me parte el alma- (Salmo
42.1-4).
¡Eso es!
Una soledad que parte el alma.
Estas sensaciones de abandono divino mantienen en muchos el deseo intacto
por Dios; deseo que lo hace real, experiencia cristiana y cura para las
soledades del alma viva.
El Dios revelado en la biblia oye, atiende, se acerca, escucha, cura el
ser. No es indiferente a la soledad humana, de hecho, la identifica y auxilia (Génesis
1-2).
Él disfruta la “soledad que es a solas”, pues en ella su misterio divino
se hace palpable a quien le busca con anhelo puro, es más, le brinda esta vivificante
promesa: -Búsquenme a mí, el Señor, y vivirán- (Amós 5.6).
Las experiencias de abandono que generan crueles soledades, encuentran
cura en el amor de los demás. La experiencia a “solas con Dios” capacita al
humano para darse en compañía amorosa a sus prójimos. La cura para la soledad
de muchos está en ti. Está en mí.
Estar a solas “nos derrite esa espesa capa de pudor que nos aísla a los
unos de los otros; a solas con Dios
nos encontramos; y al encontrarnos encontramos en nosotros a todos nuestros
hermanos en soledad.[6]
Encuentros de esta hermosa naturaleza, conducen a encuentros curativos de otras
soledades.
©2019 Ed. Ramírez Suaza
[1] Miguel Arturo Mejía-Martínez. “Fanny Rabel. Pintar la soledad.” La
Colmena, no. 88, 2015, pp. 93-99. Editorial Universidad Autónoma del Estado de
México.
http://www.caritasvitoria.org/datos/documentos/Apuntes%20sobre%20la%20soledad%20no%20querida.pdf
[4] Javier Rico Moreno. 2014. "Hacia una historia de la
soledad". Historia y Grafía (42) enero- junio: 35-63
[5] Juan Antonio Marcos. “Más allá de Lutero. (Paul Tillich, un
protestante consciente)”. Revista de espiritualidad, ISSN 0034-8147, Nº. 304,
2017. p. 369-393
[6]
Waldo Ross. "La soledad en la ontología de
Miguel de Unamuno." Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno [En
línea], 24 (1976): 53-60. Web. 17 ene. 2019, p.58