sábado, 14 de septiembre de 2013

Una Vida Afortunada

Una Vida Afortunada

Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi pasar por mis recuerdos un hermoso desfile de quienes han sido y son mis amigos. Me di el privilegio de ver aquellos que me brindaron amistad en las diferentes etapas de la vida. No logro olvidar a ninguno de ellos en la infancia, en especial a uno con dificultades serias para el habla. Su limitación nunca fue obstáculo para nuestra amistad, por el contrario, la superamos: nos inventamos nuestro propio lenguaje de señas, uno que solamente él y yo comprendimos abriéndonos las puertas del lenguaje, de la comunicación y de la comunión (“infortunadamente” aprendió lenguaje profesional de señas y ahora no le entiendo ni jota). Jamás olvidaré mis amigos en la adolescencia. Ah, esos que me hicieron “cuarto” con las niñas bonitas del barrio, esas que ni les saludaban (mucho menos a mí) y luego me hacían creer lo bien correspondido que eran mis sentimientos de parte de ellas. Ni hablar de los amigos de juventud. Ángeles en la tierra con toda la capacidad universal para perdonarme una y otra vez torpezas. Torpezas que ni menciono para evadirme vergüenzas. Y qué decir de mis amigos hoy, trocitos de Dios alrededor mío capaces de sonreírme sinceramente a pesar de mí mismo. 

Se me ocurrió darme el placer de verlos desde mis recuerdos y realidades, sintiéndome tentado a delatarles con nombres y apellidos, pero prefiero en esta oportunidad sentenciarlos al anonimato, sabrán ellos perdonarme de nuevo.

Ellos, mis amigos, fueron y son tesoros, belleza, arte viva, canción encarnada, verdad atrevida, sinceridad arriesgada, transparencia aventurada por el transitar de la vida. De las fortunas concedidas por el cielo a mi favor, la amistad es una de las que más valoro, agradezco y disfruto a plenitud. Aunque no puedo negarle la eterna deuda por sus lealtades, incondicionalidades, afectos, expresiones de amor. Ojalá pudiera pagarles sus perdones, sonrisas, compañía, oraciones, silencios, palabras… ¡Ojalá!

Dios me bendice con amigos de todos los colores, tamaños y demencias. Seguirle la corriente a cada uno es mi placer, aunque a veces no tenga ni la más remota idea de sus comprensiones, ideales, intelectualidades. Por ejemplo, cuando me hablan de política, fútbol, economía,  amores, novelas y cierto tipo de canciones. Pero hipnotizados con el aroma del café, ese que se bebe despacito pa’ que rinda el tiempo, no importa si nos comprendemos o no los desvaríos; importa que somos amigos. Así le hacemos cosquillas a la felicidad a ver si se ríe con nosotros otro ratito.

Y sí que se ríe, a estridentes carcajadas, no sólo con nosotros, también con Dios. Porque saben que de todos mis amigos, el más grande y a quien más amo es a él. Nunca lo busqué, él me halló. En la vida lo amé, él me amó. Jamás lo llamé, él me llamó. Nunca le pedí, el me dio. El amor más grande de un amigo Dios lo expresó en la maravillosa persona de Jesús. Él, el Hijo de Dios, dijo e hizo esto: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Jn. 15.13).» Y mucho antes de responderle a su invitación de amistad, ya me había tratado como amigo: me amó y se entregó por mí.

Ud. también puede ser amig@ de Dios, es cuestión de girar el corazón 1800 hasta estar cara a cara con él por la fe, recibir la gracia ofrecida en Cristo y comenzar a vivir en coherencia con esa amistad. Unos amigos de Job qué día le dijeron: -Vuelve ahora en amistad con Dios, y tendrás paz; Y por ello te vendrá bien- (Job 22.21). Este bonito consejo no aplica a la vida de Job, pero sí a la suya y a la mía.

©2013 Ed. Ramírez Suaza

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