Ahí
Estamos Pintaos
la historia en la que a Jesús le faltó poner mi nombre
Mirando yo por entre
la celosía de la ventana de mi casa vi un viejo granjero, con la mirada ya algo
marchita porque los años hicieron de las suyas. La sonrisa intacta, sólo que
las arrugas encontraron su protagonismo en esa cara tan saludada por el sol en
cada alborada, la misma que la luna besa
al son del destemplado canto de los grillos cada noche. El viejo no sólo es
buen granjero, es además un extraordinario padre de dos hijos, no tan
extraordinarios como él, pero hijos al fin y al cabo.
Qué día, uno de esos
cuando los arrebatos bailan reggaeton con la estupidez, el hijo menor viene a
su padre reclamando lo que aún no le pertenece: la herencia. Eso es peor que un
madrazo, es una cachetada cruel y la
desfachatez más obscena de un hijo en vida a su padre. Aquel anciano pasa por
alto la ofensa de su muchacho, saca su chorriada chequera de sopas y hace un
uno seguido de unos cuántos ceros a la derecha. Los suficientes como para darse
una vida de lujo por un buen tiempo. Con más dolor en su alma que en su mano,
la extiende al vaivén que el maldito parkinson le hace temblar, preciso al
encuentro de la mano descorazonada de su ingrato hijo, quien le arrebata el
cheque con el descaro más repugnante hallado en una familia normal.
Sin un decente adiós
se marcha el chico con “el mundo en sus manos”, por lo menos él así lo cree, a
un país lejano. Uno lejos de su padre. Uno donde nadie le friegue la vida. Pero
él mismo se la friega derrochando todo el dinero, como dijeran mis abuelos: “lo
que nada nos cuesta, volvámoslo fiesta”. Y al día siguiente, después de gastar
el último centavo, la vida le pasa la factura con creces incluidos. Los amigos
se espuman milagrosamente, las novias desaparecen
sin aparente explicación. Lo único que le queda es un par de mal olorientos
pies y un sendero opcional para cuando desee regresar a casa. Por suerte,
alcanza a trabajar en un criadero de cerdos con quienes ansiaba compartir la
mesa; no la suya sino la de ellos. De repente logra hacer de tripas corazón y
dice para sí mismo: -“¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen
comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi
padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco
llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores.-
Con sus harapos de
sobra sobre el hombro, emprende su camino de regreso a casa. Paso a paso se fue
acercando hasta que la distancia fue mínima. A esa distancia, el padre ve una
silueta harapienta quien a duras penas sostenía el ritmo de sus pasos. Él corre
al encuentro de su andrajoso hijo, y sin dudarlo se arroja sobre sus hombros
para besarle con frenesí. Entre sollozos sinceros su hijo logra decir, -Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu
hijo.- Pero este joven desconocía el perdón de su padre aún desde antes de regresar y ser aceptado con tanto amor. Como si fuese poco, el padre manda vestirle bien, le regala un anillo, le pone calzado y sorprendentemente improvisa una
fiesta con la mejor comida, buena música y gratas compañías.
A pleno ocaso del
día, el otro hijo del granjero regresa después de una larga jornada a casa.
Escucha los ruidos de fiesta que irrumpen de su casa y no comprende. Alguien le
explica y la noticia le cae como patada en el estómago: -tu hermano ha
regresado, ¡y tu papá le hizo fiesta!- El hombre se
indigna, le reclama al viejo, se hace rogar para entrar a la fiesta. Refriega
en la cara de su padre los pecados de su hermano tratándolo además de
alcahuete: -malgasta tu dinero ¿y tú le celebras?-
El viejo alegre por
el regreso de su hijo, se da cuenta que también había perdido su hijo mayor: ¡tiene
mentalidad de jornalero! Es decir, tiene dos hijos pródigos. Uno harapiento por
su estupidez, el otro mugriento por jornalero, pero ambos, hijos de un padre
extraordinario.
Antes de continuar,
¿dónde va tu nombre en esta historia?