martes, 15 de marzo de 2022

EL ECLIPSE DE DIOS



¡Oh noche que guiaste!

¡oh noche más amable que el alborada!

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

S. Juan de la Cruz






Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi un eclipse fenomenal, uno que no puede observarse con los instrumentos avanzados de un centro astronómico, sino con la experiencia misma de existir teniendo fe en Aquel que hizo los cielos y la tierra: el eclipse de Dios.

Ofrezco entender “eclipse de Dios” como la descripción de una situación que nos nubla la presencia divina en momentos de intenso dolor, sufrimiento, luto o sensación de abandono.

A todos los creyentes nos llega la hora oscura en la que sufrimos una ausencia de Dios tan terrible que la vida llega a sentirse insoportable. 

No pareciendo suficiente con tan abrumadora ausencia, la lejanía de los prójimos también se siente de manera profunda y dolorosa, así, como dijo una vez la Madre Teresa de Calcuta: –Ni dentro ni fuera tengo a nadie a quien pueda dirigirme. Él se llevó mi ayuda no sólo la espiritual, sino hasta la humana.–


¿Te has llegado a sentir así?


En una era cuando lo que se siente se interpreta como lo realmente real, la fe ha comenzado a experimentar el ser relegada, casi exorcizada de nuestras vivencias religiosas. 

Hemos migrado hacia lo peligroso: confiamos en lo que sentimos. Pareciera no importarnos si nuestra fe se basa en lo visible o invisible; pretendemos ser espirituales en base a lo sensorial.

Si el escritor bíblico pudiera exhortarnos hoy a creer, no nos diría: “¡no es por vista, es por fe!” Más bien nos diría: “¡No es por lo que sientes, es por fe!”


No podemos ignorar lo que sentimos, Dios nos creó como seres sintientes que comprendemos además lo que estamos sintiendo, inclusive podemos identificar cada uno de nuestros sentimientos con un nombre y un significado. 

¡Está bien sentir! 

Lo que sí debemos revisar es la sobrevaloración existencial que le damos al sentimiento, al punto tal que somos capaces de tomar decisiones financieras dependiendo de lo que sentimos. 

Decisiones familiares dependiendo de lo que sentimos. 

Decisiones laborales en base a lo que sentimos. 

Decisiones de iglesia dependiendo de lo que sentimos, mandando al carajo lo que sabemos; lo que creemos; lo que la Biblia dice; lo que la razón conoce; el sentido común, entre otras. 


La vida nos concede experiencias tan tenaces que sentimos la ausencia de Dios. Así, Dios nos queda eclipsado. Las dificultades, el dolor, las tristezas y demás se conjugan en una nube oscura que se interpone entre Dios y mis emociones, entonces el alma se siente sola, abandonada en una oscuridad que no soporta, que le desgarra el aliento violentamente hasta desfallecer.

La Biblia sabe de qué les estoy hablando. 

El libros de los Salmos, un libro que reconoce y expone ante Dios lo que los poetas sienten, dice:

  • Angustiada está mi alma; ¿hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? (6.3)

  • Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (22.1)

  • Y le digo a Dios, a mi Roca: ¿Por qué me has olvidado? (42.9)


El libro de Job es otro manantial de emociones a flor de piel ante los eclipses de Dios:

  • Diré a Dios: No me condenes; Hazme entender por qué contiendes conmigo (10.2).

  • ¿Por qué no me das la cara? ¿Por qué me tienes por enemigo? (13.24).


Los libros proféticos también contienen una riqueza invaluable de preguntas hechas al Dios eclipsado:

  • Jer. 20.17: ¿Por qué Dios no me dejó morir en el seno de mi madre?

  • Hab. 1.3: ¿Por qué me haces presenciar calamidades? ¿Por qué debo contemplar el sufrimiento?


Dios, en Cristo, también sintió el eclipse de Dios Padre. Citando el Salmo 22 dijo en la cruz: –Padre, ¿por qué me desamparas?-- 

Valga la pena mencionar que cuando Jesús elevó con un grito este reclamo al cielo, el cielo eclipsó. 

Literal.


Un pastor luterano, Mauri Nieminen, confesó por escrito una vez:

–No podía trabajar porque Dios había desaparecido…

Miro la oscura pared de la habitación y digo lo que nunca antes había dicho; a media voz en mis labios y en la profundidad de mi alma: “Dios, no existes”. Ya está dicho. No me ha golpeado un rayo desde el cielo. No se me ha aparecido el ángel Gabriel. Me invade un “estado extraño”, “otra realidad”...  

Renglones adelante, el pastor luterano da cuenta de cómo se siente buscando a Dios en medio de los eclipses de Dios:

–La lectura de la Biblia se transforma en la lectura del directorio telefónico y la oración, en palabras huecas al aire…

Mi devoción matinal pregunta a Dios: “¿Por qué para muchos la fe es tan fácil y segura, por qué no para mí? 


Duda.

Dudas.

El eclipse de Dios nos eleva a la duda. A la pregunta. A cuestionar. A la soledad.

–Dios, ¿dónde estás?, ¿eres real?

–Dios, ¿por qué callas?, ¿por qué te distancias de mí?

–¿Por qué a mí?

Nosotros también gritamos, -¡Padre, ¿por qué me has desamparado?!-

Que nadie nos juzgue por esto.

Que nadie nos condene por sentirnos tan bíblicamente.

Confesó una vez la madre Teresa de Calcuta: “No crea que mi vida espiritual está colmada de rosas, son flores que casi nunca encuentro en mi camino. Al contrario, con frecuencia me acompaña "la oscuridad.”

 

Sumergidos en el eclipse, nos queda orar, así nuestras oraciones sean ateas.

¡Dios también oye a los incrédulos que creen y quieren creer!

¡Qué tal que no!

Estaríamos jodidos.

 

Los eclipses no duran para siempre: pasan.

El eclipse de Dios tampoco es para siempre: pasa.

Él siempre hace resplandecer su rostro sobre nosotros dándonos paz.

Benditas también las alboradas de la fe.

Bienvenida la luz cuando a mi alma grita el Creador: –¡sea la luz! 

Y es la luz.


©2022  Ed. Ramírez Suaza

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