lunes, 19 de octubre de 2020

TORMENTAS

TORMENTAS
cuando la mente se mueve como una centrifugadora


En la galardonada novela “El despertar de la señorita Prim” escrita por Natalia Sanmartin, aparece una muy llamativa conversación de la cual les comparto un diminuto segmento:

-Hábleme del fragor, señorita Prim. Nunca habría imaginado que una cabeza tan pulcra y delicada como la suya albergase una tormenta, créame.-

 Entonces ella respondió:

-Le advierto que no sé cómo explicarlo del todo– comenzó. -Digamos que hay días, aunque afortunadamente son pocos, en que tengo la sensación de que el interior de mi cabeza se mueve como una centrifugadora.-

 

Entre el vivirnos y desvivirnos también albergamos tormentas dentro de la cabeza.

La mente, como si fuese una centrifugadora, hace girar descontroladamente un montón de angustias; preocupaciones; miedos; incertidumbres; afanes; dudas; desencantos; emociones… y muchas cosas más, empujando despiadadamente al alma sobre incomprensibles remolinos de desesperación, de acoso por suplir lo necesario y lo innecesario; casi siempre, apremiado por alcanzar lo básico para sobrevivir.

 

Así, no nos va quedando tiempo de ser humanos.

Así, quedamos desvinculados de la trascendencia; de la dignificación existencial; del gozo; de la paz.

Así, se nos borra del camino el sentido para peregrinar la vida.

Así, nos vamos cansando de preguntar: -¿habrá un día en el que cesen estas tormentas?-

 

Las Sagradas Escrituras exponen diversas mentes que albergaron inmensas tormentas, quienes entre confesiones sinceras llegaron a decir:

·        ¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? (Salmo 42.5).

·        …me hizo sacar del pozo de la desesperación… (Salmo 40.2).

Jesucristo también llegó a padecer violentas tormentas en su interior, y en un momento de insoportable angustia clamó: -Padre mío, si es posible, pasa de mí esta copa…- (Mateo 26.39).

 

Imagina lo tormentoso que es un alma abatida.

Imagina lo tormentoso que es un interior humano perturbado.

Imagina lo tormentoso que es sentir la mente atrapada dentro de un pozo de desesperación.

O no. No necesitas imaginarlo, porque precisamente tu cabeza por dentro, ahora mismo, se mueve como una centrifugadora.

 

Esta vorágine produce en el alma sed. Apetito. Ganas. Ansia.

Anhelo de oasis.

Añoranza de sosiego.

Calma. Deseo desesperado de calma.

Un querer: ser capaz de silenciar por un momento la mente.

Un ojalá. Sí, de ser arriesgado para decirle a la tempestad: -¡silencio!- Y que haga silencio.

 

Poetas de antaño, como Los Hijos de Coré, en medio de un tsunami allá, adentro del alma, llegaron a reclamarse a sí mismos: -¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí?-

Esta pregunta retórica para dialogar consigo mismo, insinúa dulcemente la desesperación que les produjo existir con el alma en tempestad. Ante la desesperación, los poetas se animaron a esperar en Dios. Algo similar ocurría dos poemas atrás en el libro de los Salmos (Salmo 40), cuando el orante decía: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó a mí… me sacó del pozo de la desesperación…-

 

En Dios espera el cristiano.

Espera el diligente; el paciente; quien cree y quien ama.

Sin fe y sin amor es imposible esperar.

 

Esperar es la acción arriesgada con la que, por la fe y el amor, se mueve el esperante hacia lo esperado, porque la esperanza cristiana es activa, no pasiva; es operativa y no meramente contemplativa.[1]

Esperar en Dios nunca ha significado cruzarse de brazos, todo lo contrario, ha significado y significa desplazarse en dirección a lo que espera. Luchar por su esperanza. Esforzarse por ella sin caer en la tentación de desesperarse.

El esperante en Dios persiste en esperar. Y como una recompensa poética, en la belleza de haber esperado, pueda decir para maravilla de otros: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó a mí y escuchó mi clamor. Me sacó del pozo de la desesperación… puso mis pies sobre una roca y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca un cántico nuevo…- (Salmo 40).

Los poetas, Hijos de Coré, decían en el dulce reclamo a su propio ser: -Espera en Dios; porque aún he de alabarle…-

Esperar en Dios es el arte humano de confiarle plenamente la vida. No sólo cuando la cabeza alberga tormentas, también cuando alberga una calma o una calma peligrosa.

 

Ninguna tormenta es para siempre.

Ninguna calma es para siempre.

Existimos entre compases amalgamados que van y vienen entre la calma y la tormenta.

Al llegar la tormenta, esperamos calma. Al llegar la calma, esperemos tormentas.

Bailando el vals de estas esperas, vamos confiando en Dios, porque aún hemos de alabarle.


©2020 Ed. Ramírez Suaza 



[1] Juan L. Ruiz de la Peña. “Esperar en tiempos de desesperanza”. Revista de espiritualidad, 52 (1993), 85-104

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