TORMENTAS
cuando
la mente se mueve como una centrifugadora
-Hábleme
del fragor, señorita Prim. Nunca habría imaginado que una cabeza tan pulcra y
delicada como la suya albergase una tormenta, créame.-
-Le
advierto que no sé cómo explicarlo del todo– comenzó. -Digamos que hay días,
aunque afortunadamente son pocos, en que tengo la sensación de que el interior
de mi cabeza se mueve como una centrifugadora.-
Entre
el vivirnos y desvivirnos también albergamos tormentas dentro de la cabeza.
La
mente, como si fuese una centrifugadora, hace girar descontroladamente un
montón de angustias; preocupaciones; miedos; incertidumbres; afanes; dudas;
desencantos; emociones… y muchas cosas más, empujando despiadadamente al alma
sobre incomprensibles remolinos de desesperación, de acoso por suplir lo
necesario y lo innecesario; casi siempre, apremiado por alcanzar lo básico para
sobrevivir.
Así,
no nos va quedando tiempo de ser humanos.
Así,
quedamos desvinculados de la trascendencia; de la dignificación existencial;
del gozo; de la paz.
Así,
se nos borra del camino el sentido para peregrinar la vida.
Así,
nos vamos cansando de preguntar: -¿habrá un día en el que cesen estas
tormentas?-
Las
Sagradas Escrituras exponen diversas mentes que albergaron inmensas tormentas, quienes
entre confesiones sinceras llegaron a decir:
· ¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? (Salmo 42.5).
· …me hizo sacar del pozo de la desesperación… (Salmo 40.2).
Jesucristo
también llegó a padecer violentas tormentas en su interior, y en un momento de
insoportable angustia clamó: -Padre mío, si es posible, pasa de mí esta copa…-
(Mateo 26.39).
Imagina
lo tormentoso que es un alma abatida.
Imagina
lo tormentoso que es un interior humano perturbado.
Imagina
lo tormentoso que es sentir la mente atrapada dentro de un pozo de
desesperación.
O
no. No necesitas imaginarlo, porque precisamente tu cabeza por dentro, ahora
mismo, se mueve como una centrifugadora.
Esta
vorágine produce en el alma sed. Apetito. Ganas. Ansia.
Anhelo
de oasis.
Añoranza
de sosiego.
Calma.
Deseo desesperado de calma.
Un
querer: ser capaz de silenciar por un momento la mente.
Un
ojalá. Sí, de ser arriesgado para decirle a la tempestad: -¡silencio!- Y que
haga silencio.
Poetas
de antaño, como Los Hijos de Coré, en medio de un tsunami allá, adentro del
alma, llegaron a reclamarse a sí mismos: -¿Por qué te abates, oh alma mía, y
te turbas dentro de mí?-
Esta pregunta retórica para dialogar
consigo mismo, insinúa dulcemente la desesperación que les produjo existir con
el alma en tempestad. Ante la desesperación, los poetas se animaron a esperar
en Dios. Algo similar ocurría dos poemas atrás en el libro de los Salmos (Salmo
40), cuando el orante decía: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó
a mí… me sacó del pozo de la desesperación…-
En
Dios espera el cristiano.
Espera
el diligente; el paciente; quien cree y quien ama.
Sin
fe y sin amor es imposible esperar.
Esperar
es la acción arriesgada con la que, por la fe y el amor, se mueve el esperante
hacia lo esperado, porque la esperanza cristiana es activa, no pasiva; es
operativa y no meramente contemplativa.[1]
Esperar
en Dios nunca ha significado cruzarse de brazos, todo lo contrario, ha
significado y significa desplazarse en dirección a lo que espera. Luchar por su
esperanza. Esforzarse por ella sin caer en la tentación de desesperarse.
El esperante en Dios persiste en esperar. Y como una recompensa poética, en la belleza de haber esperado, pueda decir para maravilla de otros: -Pacientemente esperé en el Señor y él se inclinó a mí y escuchó mi clamor. Me sacó del pozo de la desesperación… puso mis pies sobre una roca y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca un cántico nuevo…- (Salmo 40).
Los
poetas, Hijos de Coré, decían en el dulce reclamo a su propio ser: -Espera en Dios; porque aún he de alabarle…-
Esperar
en Dios es el arte humano de confiarle plenamente la vida. No sólo cuando la
cabeza alberga tormentas, también cuando alberga una calma o una calma
peligrosa.
Ninguna
tormenta es para siempre.
Ninguna
calma es para siempre.
Existimos entre compases amalgamados que van y
vienen entre la calma y la tormenta.
Al llegar la tormenta, esperamos calma. Al llegar la
calma, esperemos tormentas.
Bailando el vals de estas esperas, vamos confiando
en Dios, porque aún hemos de alabarle.
©2020 Ed. Ramírez Suaza
[1] Juan L. Ruiz de la Peña.
“Esperar en tiempos de desesperanza”. Revista de espiritualidad, 52 (1993),
85-104