Cuida tu reputación, no por
vanidad, sino para no dañar tu obra y por amor a la verdad.
Henri-Frédéric
Amiel
Mirando yo por entre la celosía de la
ventana de mi casa, vi la Iglesia cristiana como la comunidad incomprendida en
el mundo con su reputación pendiendo de un hilo ante muchas personas en
algunos lugares del mundo. Esto es realidad, gracias a los muchos escándalos
que eclipsan rostros de la Iglesia y de Cristo. Otras muchas personas se
empeñan en valerse de estos desatinos que salen a la luz pública para difamar,
desacreditar a la Iglesia.
Espectadores, testigos, escuchas de los
escándalos de esta naturaleza parecieran ser incapaces de distinguir entre los
que son Iglesia de quienes no lo son; les cuesta diferenciar pentecostales
unitarios, testigos de Jehová, neopentecostales, movimiento MIRA, creciendo en
gracia, reformados, independientes… en fin, apreciándolos como si fueran
iguales. Quizá por confusiones como ésta, cuando se hace noticia un escándalo
de algún afamado pastor o líder religioso, muchas comunidades sufren la
desacreditación de su fe como consecuencia de pecados ajenos.
Con el fenómeno actual de las redes
sociales, escándalos morales se viralizan precipitadamente llegando a muchas
personas y haciendo muchos daños. Me resulta lamentable que algunos profesantes
de la fe cristiana participen de esas divulgaciones nocivas para el evangelio. Ombe, que la desacreditación venga de
afuera es común y se puede lidiar con eso, pero que se desate desde dentro de
la Iglesia es preocupante y causa de tristezas. No lo digo porque sutilmente me
interese promover la hipocresía entre cristianos; cobijar con santurronería
nuestros desaciertos morales contradice el evangelio, como también contradice
nuestra fe la divulgación irracional y carente de virtud de aquellas noticias
–ciertas o no- que eclipsan el rostro de Cristo y de la Iglesia.
Estas personas necesitan saber que la
Iglesia “es la familia, única y multiétnica, que el Dios creador prometió a
Abraham. Nació por medio de Jesús, el Mesías de Israel; recibió su energía del
Espíritu de Dios; y ha sido llamada a llevar las transformadoras noticias de la
justicia rescatadora de Dios a toda la creación.”[1] Jesús, el Hijo de Dios
tiene un objetivo principal con ella, y es “la edificación de un pueblo
espiritual que sea la casa de Dios en la tierra.”[2] La Iglesia es la comunidad
a través de la cual Dios se hace realidad en el mundo. Aun así, es vulnerable
al ingreso de personas inescrupulosas que pervierten el evangelio, hacen de la
fe una plaza de mercado y de la ética cristiana un chiste de mal gusto; son “lobos
disfrazados de ovejas”. Desde muy temprana la historia del cristianismo, la
comunidad creyente ha tenido que deslindarse de quienes son falsos hermanos, falsos
pastores, profetas, apóstoles, maestros; hasta de falsos cristos (2 Timoteo 3).
La Iglesia es de Cristo. Cristo la
dignifica. Cristo la purifica. Cristo la sostiene a pesar de nosotros mismos.
Hay una metáfora muy bella que encontró S.
Pablo para describir la Iglesia: un cuerpo (1 Cor. 12, 12-26). Comprender las
implicaciones de la metáfora impide que entre nosotros mismos nos “pisemos la manguera”.
Un cuerpo con buena autoestima no se agrede así mismo, no atenta contra sí
mismo; al contrario, se cuida, sustenta, alimenta. Cuando algo en el cuerpo no
va bien, el resto se afecta y comienza luchar por tratar de estar mejor. Así
los miembros de la Iglesia debemos cuidar los unos de los otros. Sé que es más
fácil criticar que cuidar, pero es mejor cuidar que criticar; y podemos cuidar
orando, exhortándonos con la verdad del evangelio entre nosotros mismos,
ayudándonos en nuestras flaquezas con acompañamiento y fe. Unidos, porque
unidos es la única forma de ser Iglesia al estilo de Jesús. ¿A caso olvidamos
su oración?
Te pido que todos ellos estén unidos; que como
tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el
mundo crea que tú me enviaste. Les he
dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como tú
y yo somos una sola cosa: yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser
perfectamente uno, y que así el mundo pueda darse cuenta de que tú me enviaste,
y que los amas como me amas a mí (Jn. 17, 21-23 DHH).
Es muy cierto que por más que luchamos y
anhelamos ser santos, nuestras vidas moralmente no son inmaculadas, como le he
dicho a algunos amigos cuando vienen a la congregación donde soy pastor:
-esta
es una comunidad cristiana donde todos los miembros somos pecadores en proceso
de cristianización; y quien encabeza la lista de personas urgentes por esa
rehabilitación humana, ¡yo!
Me
encantaría decir que gozamos de una moral sobrenaturalmente santa, pero con
cierto alivio me complazco en decir: ¡no somos sobrenaturalmente santos! Somos
unos peregrinos que vamos un paso a la vez en dirección a Dios por medio de
Cristo con la guía del Espíritu Santo. Somos peregrinos frágiles, de barro –no
de acero-, con fe y con dudas, con aciertos y pecados, con dichas y tristezas,
con amor y otras veces sin él. De lo que sí estamos seguros es que vamos por el
camino correcto en la dirección que nos ofrecen las Sagradas Escrituras.
Muchos somos los pecadores que acudimos a
la Iglesia cada semana para saciar el alma con el bendito evangelio de Jesucristo
que nos ofrece perdón, vida eterna, sanidad, restauración y propósitos a
nuestras humanidades fracturadas por el pecado. La Iglesia no es una vitrina
que exhibe personas perfectas, es una luz sobre una montaña que ilumina el
sendero que aún conserva las huellas de Jesús, a fin de caminar comunitariamente
en pos de ellas.
Mientras peregrinas en, y con la iglesia, dale de tu parte la mejor reputación.
Mientras peregrinas en, y con la iglesia, dale de tu parte la mejor reputación.
©2017 Ed. Ramírez Suaza
[1] N.T. Wright. Simplemente cristiano. (Miami: Vida, 2012): 227
[2] Kevin J. Vanhoozer. El drama de la doctrina. (Salamanca:
Sígueme, 2010): 81