martes, 8 de agosto de 2017

Reputaciones en tela de juicio



Cuida tu reputación, no por vanidad, sino para no dañar tu obra y por amor a la verdad.
Henri-Frédéric Amiel




Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa, vi la Iglesia cristiana como la comunidad incomprendida en el mundo con su reputación pendiendo de un hilo ante muchas personas en algunos lugares del mundo. Esto es realidad, gracias a los muchos escándalos que eclipsan rostros de la Iglesia y de Cristo. Otras muchas personas se empeñan en valerse de estos desatinos que salen a la luz pública para difamar, desacreditar a la Iglesia.

Espectadores, testigos, escuchas de los escándalos de esta naturaleza parecieran ser incapaces de distinguir entre los que son Iglesia de quienes no lo son; les cuesta diferenciar pentecostales unitarios, testigos de Jehová, neopentecostales, movimiento MIRA, creciendo en gracia, reformados, independientes… en fin, apreciándolos como si fueran iguales. Quizá por confusiones como ésta, cuando se hace noticia un escándalo de algún afamado pastor o líder religioso, muchas comunidades sufren la desacreditación de su fe como consecuencia de pecados ajenos.

Con el fenómeno actual de las redes sociales, escándalos morales se viralizan precipitadamente llegando a muchas personas y haciendo muchos daños. Me resulta lamentable que algunos profesantes de la fe cristiana participen de esas divulgaciones nocivas para el evangelio. Ombe, que la desacreditación venga de afuera es común y se puede lidiar con eso, pero que se desate desde dentro de la Iglesia es preocupante y causa de tristezas. No lo digo porque sutilmente me interese promover la hipocresía entre cristianos; cobijar con santurronería nuestros desaciertos morales contradice el evangelio, como también contradice nuestra fe la divulgación irracional y carente de virtud de aquellas noticias –ciertas o no- que eclipsan el rostro de Cristo y de la Iglesia.

Estas personas necesitan saber que la Iglesia “es la familia, única y multiétnica, que el Dios creador prometió a Abraham. Nació por medio de Jesús, el Mesías de Israel; recibió su energía del Espíritu de Dios; y ha sido llamada a llevar las transformadoras noticias de la justicia rescatadora de Dios a toda la creación.”[1] Jesús, el Hijo de Dios tiene un objetivo principal con ella, y es “la edificación de un pueblo espiritual que sea la casa de Dios en la tierra.”[2] La Iglesia es la comunidad a través de la cual Dios se hace realidad en el mundo. Aun así, es vulnerable al ingreso de personas inescrupulosas que pervierten el evangelio, hacen de la fe una plaza de mercado y de la ética cristiana un chiste de mal gusto; son “lobos disfrazados de ovejas”. Desde muy temprana la historia del cristianismo, la comunidad creyente ha tenido que deslindarse de quienes son falsos hermanos, falsos pastores, profetas, apóstoles, maestros; hasta de falsos cristos (2 Timoteo 3).

La Iglesia es de Cristo. Cristo la dignifica. Cristo la purifica. Cristo la sostiene a pesar de nosotros mismos.

Hay una metáfora muy bella que encontró S. Pablo para describir la Iglesia: un cuerpo (1 Cor. 12, 12-26). Comprender las implicaciones de la metáfora impide que entre nosotros mismos nos “pisemos la manguera”. Un cuerpo con buena autoestima no se agrede así mismo, no atenta contra sí mismo; al contrario, se cuida, sustenta, alimenta. Cuando algo en el cuerpo no va bien, el resto se afecta y comienza luchar por tratar de estar mejor. Así los miembros de la Iglesia debemos cuidar los unos de los otros. Sé que es más fácil criticar que cuidar, pero es mejor cuidar que criticar; y podemos cuidar orando, exhortándonos con la verdad del evangelio entre nosotros mismos, ayudándonos en nuestras flaquezas con acompañamiento y fe. Unidos, porque unidos es la única forma de ser Iglesia al estilo de Jesús. ¿A caso olvidamos su oración?

Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.  Les he dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como tú y yo somos una sola cosa: yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser perfectamente uno, y que así el mundo pueda darse cuenta de que tú me enviaste, y que los amas como me amas a mí (Jn. 17, 21-23 DHH).

Es muy cierto que por más que luchamos y anhelamos ser santos, nuestras vidas moralmente no son inmaculadas, como le he dicho a algunos amigos cuando vienen a la congregación donde soy pastor:

-esta es una comunidad cristiana donde todos los miembros somos pecadores en proceso de cristianización; y quien encabeza la lista de personas urgentes por esa rehabilitación humana, ¡yo! 
Me encantaría decir que gozamos de una moral sobrenaturalmente santa, pero con cierto alivio me complazco en decir: ¡no somos sobrenaturalmente santos! Somos unos peregrinos que vamos un paso a la vez en dirección a Dios por medio de Cristo con la guía del Espíritu Santo. Somos peregrinos frágiles, de barro –no de acero-, con fe y con dudas, con aciertos y pecados, con dichas y tristezas, con amor y otras veces sin él. De lo que sí estamos seguros es que vamos por el camino correcto en la dirección que nos ofrecen las Sagradas Escrituras.

Muchos somos los pecadores que acudimos a la Iglesia cada semana para saciar el alma con el bendito evangelio de Jesucristo que nos ofrece perdón, vida eterna, sanidad, restauración y propósitos a nuestras humanidades fracturadas por el pecado. La Iglesia no es una vitrina que exhibe personas perfectas, es una luz sobre una montaña que ilumina el sendero que aún conserva las huellas de Jesús, a fin de caminar comunitariamente en pos de ellas.
Mientras peregrinas en, y con la iglesia, dale de tu parte la mejor reputación.


©2017 Ed. Ramírez Suaza



[1] N.T. Wright. Simplemente cristiano. (Miami: Vida, 2012): 227
[2] Kevin J. Vanhoozer. El drama de la doctrina. (Salamanca: Sígueme, 2010): 81

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