La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y
absoluta belleza.
Gilles de Rais (asesino
en serie francés)

Las Sagradas Escrituras capturaron aconteceres
de ésta magnitud, algunos impunes; otros no. Uno de ellos, sin impunidad, lo
encontramos en el fascinante libro de los Jueces capítulo 19. En él aparecen
las líneas que narran la historia de un levita anónimo que tiene una concubina
sin nombre también. Ella le fue infiel, y por razones que el texto sagrado
oculta desconocemos el porqué de inmediato emigró a la casa de su padre. 4
meses después de esa infidelidad, el levita viaja desde las montañas de Efraín
hasta Belén para hablar al corazón de su amada, expresarle perdón e invitarla
de nuevo a estar con él.
Llegando a Belén, el suegro lo recibe con grato
entusiasmo e invitándole con dulce insistencia a extender su estadía allí por 5
días. Al llegar el quinto día, parten de regreso a las montañas de Efraín el
levita, su concubina y un empleado del levita. Viajaron a velocidad de burro,
así que no es de extrañar que anocheciera sin que ellos pudiesen llegar a su destino.
Por prevención o temor no quisieron entrar a un pueblo llamado Jebús, al que
más tarde llamarían Jerusalén, quizá la inseguridad era mucha; prefirieron
peregrinar hasta llegar a Gabaa –territorio de la tribu de Benjamín- y pasar
allí la noche con más tranquilidad.
En el parque principal del pueblo se sentaron a
esperar que alguien con bondad les ofreciera hospedaje. Pasaron las horas sin
que alguien tuviese esa bondad. Un poco más tarde aparece un anciano cansado,
sucio, sudoroso por su larga jornada de trabajos en el campo; y como buen
samaritano les ofrece su techo para pasar la noche.
Alegre de ser útil con su hospitalidad,
imagino que también por la dicha de compartir su pan, el viejo sonríe en complicidad con
su hija, una jovencita hermosa que le esperaba muy tierna cada que caía la
tarde, cuando la luna les iluminaba las sonrisas por el milagro de estar juntos otra
vez.
Sentados a la mesa, quizás con un poquito de
dicha celestial cobijando ese hogar, son interrumpidos de maneras sorprendentes
por unos hombres benjaminitas que se comportan como sodomitas, exigiendo al
anciano que les entregue al levita para ellos violarlo. La agresión en la
puerta de la casa del viejo es insoportable. Las arengas intolerables. La lujuria
vergonzosa.
El anciano suplica con dolor profundo que
aborten tan vil exigencia. Pero sus ruegos fueron infructíferos. Ofreció
desesperado las dos mujeres que habían dentro de la casa: su hija y la
concubina del levita; pues en su primitiva y patriarcal manera de comprender la
vida le parecía menos perverso la agresión sexual a las mujeres que a su honorable huésped.
Pero además de perversos, aquellos hombres eran tercos. Insólito fue cuando el
levita en un abrir y cerrar de ojos arroja su mujer a ese tumulto de perros
pervertidos. Para mí, la lanzó al infierno. ¡Y qué infierno! Abusaron de ella
toda la noche hasta el amanecer. Y en plena alborada de un nuevo día, ella
falleció.
Saliendo el levita de regreso a las montañas de
Efraín, encontró en la acera de la casa a su mujer muerta. La toma y la pone
sobre el lomo de su asno, retomando el camino hasta llegar a su casa sin
pronunciar palabra alguna durante el viaje. En algún espacio de su propiedad,
el levita descuartiza el cuerpo de quien fue su concubina en 12 pedazos, y envía
un pedazo de ella a cada tribu de Israel; que de hecho son 12.
Así provocó un escándalo nacional sin precedente
en Israel.
Continuará…
©2017 Ed. Ramírez Suaza