viernes, 10 de febrero de 2017

EL DESCUARTIZADOR


La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza.
Gilles de Rais (asesino en serie francés) 


Mirando yo por entre la celosía de la ventana de mi casa vi un valle inmenso, casi como el infinito, lleno de víctimas inocentes con gritos en sus labios que se escucharon demasiado tarde. Escuchados cuando la muerte ya les había abrazado. Cuando el infierno los sorprendió y les hizo sufrir en vida padecimientos inexpresables, inimaginados, insoportables, injustos… Y peor, casi todos impunes. Otros muchos gritos, aún sin escucharse.

Las Sagradas Escrituras capturaron aconteceres de ésta magnitud, algunos impunes; otros no. Uno de ellos, sin impunidad, lo encontramos en el fascinante libro de los Jueces capítulo 19. En él aparecen las líneas que narran la historia de un levita anónimo que tiene una concubina sin nombre también. Ella le fue infiel, y por razones que el texto sagrado oculta desconocemos el porqué de inmediato emigró a la casa de su padre. 4 meses después de esa infidelidad, el levita viaja desde las montañas de Efraín hasta Belén para hablar al corazón de su amada, expresarle perdón e invitarla de nuevo a estar con él.

Llegando a Belén, el suegro lo recibe con grato entusiasmo e invitándole con dulce insistencia a extender su estadía allí por 5 días. Al llegar el quinto día, parten de regreso a las montañas de Efraín el levita, su concubina y un empleado del levita. Viajaron a velocidad de burro, así que no es de extrañar que anocheciera  sin que ellos pudiesen llegar a su destino. Por prevención o temor no quisieron entrar a un pueblo llamado Jebús, al que más tarde llamarían Jerusalén, quizá la inseguridad era mucha; prefirieron peregrinar hasta llegar a Gabaa –territorio de la tribu de Benjamín- y pasar allí la noche con más tranquilidad.

En el parque principal del pueblo se sentaron a esperar que alguien con bondad les ofreciera hospedaje. Pasaron las horas sin que alguien tuviese esa bondad. Un poco más tarde aparece un anciano cansado, sucio, sudoroso por su larga jornada de trabajos en el campo; y como buen samaritano les ofrece su techo para pasar la noche.

Alegre de ser útil con su hospitalidad, imagino que también por la dicha de compartir su pan, el viejo sonríe en complicidad con su hija, una jovencita hermosa que le esperaba muy tierna cada que caía la tarde, cuando la luna les iluminaba las sonrisas por el milagro de estar juntos otra vez.

Sentados a la mesa, quizás con un poquito de dicha celestial cobijando ese hogar, son interrumpidos de maneras sorprendentes por unos hombres benjaminitas que se comportan como sodomitas, exigiendo al anciano que les entregue al levita para ellos violarlo. La agresión en la puerta de la casa del viejo es insoportable. Las arengas intolerables. La lujuria vergonzosa.

El anciano suplica con dolor profundo que aborten tan vil exigencia. Pero sus ruegos fueron infructíferos. Ofreció desesperado las dos mujeres que habían dentro de la casa: su hija y la concubina del levita; pues en su primitiva y patriarcal manera de comprender la vida le parecía menos perverso la agresión sexual a las mujeres que a su honorable huésped. Pero además de perversos, aquellos hombres eran tercos. Insólito fue cuando el levita en un abrir y cerrar de ojos arroja su mujer a ese tumulto de perros pervertidos. Para mí, la lanzó al infierno. ¡Y qué infierno! Abusaron de ella toda la noche hasta el amanecer. Y en plena alborada de un nuevo día, ella falleció.

Saliendo el levita de regreso a las montañas de Efraín, encontró en la acera de la casa a su mujer muerta. La toma y la pone sobre el lomo de su asno, retomando el camino hasta llegar a su casa sin pronunciar palabra alguna durante el viaje. En algún espacio de su propiedad, el levita descuartiza el cuerpo de quien fue su concubina en 12 pedazos, y envía un pedazo de ella a cada tribu de Israel; que de hecho son 12.
Así provocó un escándalo nacional sin precedente en Israel.


Continuará…

©2017 Ed. Ramírez Suaza


LA SOCIEDAD DEL BESO

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