atrevidas
abominaciones
Cuando
hablamos con Él y como Él, oramos.
Karl Rahner
Por entre la celosía de la ventana de mi casa
escuché un abanico de oraciones que me hicieron erizar la piel terriblemente a causa de su contenido
irreverente, prepotente, autoritario, arrogante. También me hicieron la “piel
de gallina” la actitud con la que arrojan al cielo sus palabras, de quienes no
sé decir si ignorantes o presumidos o ambos.
Intuí esas oraciones como abominables.
Entender la oración desde la revelación bíblica siempre exige transportar las altitudes del corazón hasta la cruz. Demanda
doblar los orgullos hasta postrarlos a los pies de Cristo. Requiere desvestirse
de toda presunción, arrogancia a fin de prosternarse ante el Creador.
Las
palabras que elegimos para dirigirnos a Aquel que invocamos como Padre Nuestro… deben irrumpir de las
profundidades de un alma que se comprende necesitada, amada e invitada por Dios
a dialogar con él.
En la actualidad muchos orantes de diversas
comunidades cristianas vienen prescindiendo de las humildades precisas de la
oración, para con ignorante arrogancia “exigir”, “reclamar”, “decretar”,
“ordenar”, “declarar”, “autorizar” entre otros atrevimientos abominables.
A la luz de la Biblia, no hay una sola
instrucción a la vida y práctica de la oración que incluya semejante grosería.
¿Desde cuándo orar es exigirle a Dios?
¿Quién dijo que orar es reclamarle al
Señor?
¿Cómo se nos ocurrió decretar -a Dios o a quien sea- esperando que se
nos haga caso inmediatamente?
¿Cuándo
aprendimos a declarar?
¿Acaso así nos enseñó Jesús?
¿Existe un ejemplo de esta
naturaleza en las Sagradas Escrituras?
¿Habrá algún testimonio de oración tan
descortés por parte de los profetas o apóstoles en el Antiguo o Nuevo
Testamento?
El fondo del ser humano es una fábrica de
orgullos, quienes -a veces- se toman el timón de nuestras oraciones.
Un orante
que se atreva a “exigir”, “reclamar”, “decretar”, “ordenar”, “declarar”,
“autorizar”; es esclavo de un corazón desorientado en sí mismo, perdido en
terribles fantasmas de su ego, quienes asoman como idolatrías en sus prácticas
devocionales sin ser consciente de ello.
Quien orando “exige”, “decreta”, “reclama”,
“declara”, en fin… es porque desconoce las Escrituras, al Dios revelado en
ellas.
Dios es el soberano. Él está sentado en un trono alto y sublime.
A él
nadie le ordena.
Nadie le reclama.
Nadie
le exige.
Nadie le declara para degradarlo a un sirviente de nuestras
estúpidas ocurrencias espirituales.
Quien conoce las Escrituras comprende que su
responsabilidad es humillarse ante el Señor, reconocerlo como la perfecta
majestad; acercarse con la más expresa y sincera reverencia es su cristiandad,
porque sabe que Él es Dios y nosotros criaturas de polvo que ha decido amar,
tener misericordia y bondad.
El orante cristiano no decreta; pide.
No reclama;
ruega.
No declara; suplica.
No exige; se humilla.
No da órdenes; obedece.
No
autoriza; cree.
Y lo hace en el nombre de Jesús.
Orar en el nombre de Jesús no
es decir al final de la oración -en el nombre de Jesús: ¡amén!-. Orar en el
nombre de Jesús “sólo tiene sentido verdadero y eficacia cuando nos
identificamos con Cristo de modo tal que su voluntad viene a ser nuestra
voluntad; cuando nuestros supremos intereses son los intereses de su Reino;
cuando vemos todo cuanto concierne a nuestra vida, a nuestras circunstancias y
a nuestras necesidades en la perspectiva de los propósitos del Padre a la luz
de Su Palabra… Dicho de otro modo, y para resumir, no podemos sellar con el
nombre de Jesús oraciones que él jamás habría hecho.”[1]
Nosotros no sabemos orar. El fallecido pastor
suizo Karl Barth, con dulzura contundente expresó esta verdad: -¿Hay algún ser
humano que pueda afirmar que sabe orar? Me temo que la persona que lo afirmara
no sabría, precisamente, orar de verdad.-
La Biblia dice, -...Porque no sabemos orar como es
debido, pero el Espíritu mismo ruega a Dios por nosotros, con gemidos que no
pueden expresarse con palabras- (Romanos 8.26).
Seamos sinceros: ¡no
sabemos orar!
Karl Rahner comentó las palabras de S. Pablo en
Romanos 8.26 con mucha belleza y contundencia: -Nosotros no sabemos orar
convenientemente, el Espíritu lo sabe, y eso basta.-
Estoy seguro que esas maneras groseras de orar
(declarar, reclamar, decretar, etc) reflejan, no sólo arrogancias propias de
las profundidades del corazón caído, también
ignorancias de ese corazón. Mas cuando oramos a Dios con la asistencia
de su Espíritu, Él “No oirá al auscultar el latido de nuestro corazón, la
infinita palabrería vana que se derrocha en el mercado de nuestro corazón, ni
los desazonantes crujidos de titanes encadenados en los profundos calabozos.
Oirá los inenarrables gemidos de su propio Espíritu, que intercede ante Él por
sus Santos. Y lo oirá como si fuera nuestro gemido, como acento que se
desprende de las caóticas disonancias de nuestra vida, en polifónica sinfonía a
honra del Altísimo”.[2]
Cuando ores, no seas como los atrevidos
ignorantes que “exigen”, “reclaman”, “decretan”, “ordenan”, “declaran”,
“autorizan”. Ora como Jesús: humilde, sumiso a la voluntad del Padre, pidiendo
con reverencia, confiando como un niño, en dependencia de Su Santo Espíritu y
serás -no sólo escuchado- maravillosamente recompensado.
©2016 Ed. Ramírez Suaza