En la oración es mejor tener
un corazón sin palabras
que tener palabras sin un corazón.
John Bunyan.
Mirando yo por entre la celosía de la ventana de
mi casa, vi un muy extenso abanico de soliloquios que emergen de corazones muy
bien intencionados, muy sinceros también; quienes intentando dialogar con Dios
terminan haciendo un monólogo para Él. Su mayor desgracia es ignorar la
diferencia.
Las Sagradas Escrituras no tratan mucho acerca de
la oración, en lugar de esto contiene oraciones. El hecho de que contenga oraciones en lugar de tratados sobre la oración resulta muy diciente para nosotros: es
más importante orar que hablar acerca de la oración.
Sin embargo, las
disciplinas espirituales han de ser comprendidas en la virtud de su totalidad
bíblica por sus practicantes, a fin de disfrutar a Dios genuinamente.
Si nos preguntamos ¿qué es orar?, pues
regularmente respondemos más o menos así: -orar es hablar con Dios-.
Pensándolo bien, ¿no será a la
inversa?
-Dios hablando con nosotros-.
En un esfuerzo por sugerir una intuición más
profunda al respecto, podríamos afirmar que la oración es el misterio por medio
del cual Dios se aproxima al ser humano como Padre, para dialogar
coherentemente con él sobre un tapete de afectos, lealtades, sinceridades,
familiaridades, entre otras, con la intención de saciar a plenitud el alma del
orante. Inmerso en este misterio, quien ora puede abrir su corazón delante de
Dios a fin de expresarle todo su existir -como el de otros- y recibir del Señor
manifestaciones sorprendentes de su gracia y bondad.
En la práctica de tradición evangélica, es común
ver que la oración resulta siendo un monólogo, es decir, un discurso
improvisado en dirección a Dios, que al agotarse se cierra con el broche de oro
tradicional: "en el nombre de Jesús ¡amén!"
En este monólogo,
además de ser improvisado, el orante así no se permite un silencio, un esfuerzo
al corazón para estar atento a lo hermoso: el privilegio de discernir la voz
divina en la vida y práctica de la oración.
Cuando en esta tradición se ora, Dios es
condenado al silencio.
¿Por qué hacemos esto?
-Bueno, no todos-
Creo que
quienes así “oramos”, obedece a la consideración del poder persuasivo del
discurso. Es decir, suponemos que entre más hablemos al orar crece la
posibilidad de ser escuchados por el Señor. Con este comportamiento olvidamos
las palabras de Jesús: “...cuando ustedes oren no sean repetitivos, como los
paganos, que piensan que por hablar
mucho serán escuchados…” (Mateo 6.7).
Considere estas palabras por favor:
No se precisan
largas oraciones, porque Dios sabe lo que los hombres necesitan antes de que se
lo pidan. No se trata simplemente de evitar las manipulaciones, ni de que Dios
lo sabe todo y por eso la oración no es, en rigor, necesaria, sino de que Dios,
en su amor, asiste al hombre antes de que éste se lo pida, y le libra así de la
necesidad de la larga oración.[1]
Las palabras de Jesús, coloquialmente hablando,
quedarían más o menos así: “Dios no come carreta”.
La oración se hace
abominable cuando la verborrea suplanta la sinceridad, la humildad, la fe, la
obediencia… entre otras.
Las pocas palabras con la actitud correcta resultan
más eficaces, bien lo dijo el predicador:
No permitas que tu boca ni tu corazón se apresuren a decir
nada delante de Dios, porque Dios está en el cielo y tú estás en la tierra. Por
lo tanto, habla lo menos que puedas... (Eclesiastés 5.2).
Por eso tú cuando ores, despójate de cualquier
intento de persuadir a Dios hablando
mucho; mejor permítase el milagro de la oración que con prudencia en los
labios, con humildad de corazón disfruta -en dirección a plenitud- el hecho de
que Dios se aproxima a nosotros, dejándose intuir en el silencio humano, en la
contemplación de las Escrituras para hablarnos al corazón y luego, escucharlo.
Menos monólogos; más oración.
©2016 Ed. Ramírez Suaza