¿A Dónde
Van los Desaparecidos?
el doloroso cruce del divorcio
Mirando yo por entre
la celosía de la ventana de mi casa vi un hombre, la risa se dibujaba en su
rostro al revés, la mirada triste, la esperanza extinta, la culpa latiendo en
su corazón. Al otro lado de la acera con pisadas arrastradas, lágrimas lastimando su rostro, punzándole el corazón; va aquella que un día fue el amor más grande
de su vida. Las pisadas de ambos les dirigen al juez para firmar su divorcio.
¿Qué pasó? ¿Por qué
el amor se volvió tan frágil? ¿Y a dónde se fueron las palabras? ¿Cuáles
palabras? Esas, las que usan los jóvenes cursi y enamorados. Esas que venden en
las tiendas de afiches y tarjeticas con ositos volando, gaticos sonriendo y
gaviotas besando la luna. Esas que escaparon en las noches de unos labios
preferentes del beso más que del habla. Esas que prometieron y juraron una y
otra vez “te amaré por siempre”.
Y, ¿a dónde se fue el tacto? Sí, esas
higiénicas yemas de pulgares paseándose en los pómulos sonrientes mientras los
demás dedos sostenían la ternura de su mirada. Ese rose de cuerpos cuando
cualquier mal chiste provocaba un empujón de caderas queriendo decir con eso
“tan tonto pero te quiero”. Y, ¿a dónde se fueron las miradas? ¿Los silencios?
¿Los besos? ¿Cómo es posible que dos amantes se vuelvan “odiantes”? Y desde mi
humilde escritorio alcanzo a escuchar la respuesta de algunos de mis lectores:
-¡Eso es posible gracias al matrimonio!-
¡Qué ironía!
Mientras muchos heterosexuales, con influencia expansiva, van concibiendo el
matrimonio como el agravante del amor; los homosexuales dan la pelea jurídica
por una puerta que le abra la sociedad para convenir sus amores en él.
-Los declaro marido
y mujer, ¡puede besar la novia!- Así, más o menos, terminan las ceremonias
religiosas de un casamiento. Aplausos, flores, brindis, congratulaciones,
deseos, arroz… luna de miel. En otros casos luna, porque la miel la acabaron
antes de tiempo. Y de regreso, emprenden un camino ajeno a toda su experiencia
anterior. Claro está, si no ha vivido con alguna persona en una oportunidad
pasada. Empiezan las mieles de la renta, impuestos, alimentación, salud,
muebles, sueños, qué sé yo. Continúan las mieles del agotamiento, las primeras
peleas y las segundas y las terceras. Aparecen las heridas, resentimientos, egoísmos,
celos, no perdón. Y denme el permiso de guardar silencio frente a esos kilos de
más en ella, la calvicie en él. No digamos nada de esa barriga sexy que
mágicamente le aparece a él como maldición de cuento ni de esos diminutos
caminos rayando la piel de ella como si fuera un pizarrón de libre expresión. Y
el paraíso soñado quedó “des-paraisado”.
Se casaron con una
cantidad de motivos todos bonitos pero, ¿legítimos? Entonces comienzan a
refregarse en la cara la bella vida si no hubiese tan bruto, tan bruta como pa’
casarse. O en el peor de los casos, el matrimonio les produjo un milagro:
¡ahora pueden ver! Ahora pueden ver todo lo que la familia vio en él o en ella
que ninguno quiso ver hasta después de la boda. Y miles de realidades más que
pueden ser recogidas como pretextos para echar todo al carajo; o, ¿o? Sí, o motivos
perfectos para volver el rostro a Dios y abandonar en sus manos de alfarero todos esos fragmentos de matrimonio.
continuará…