UNPLUGGED
la vida que nos merecemos
Mirando yo por
entre la celosía de la ventana de mi casa, vi gentes desquiciadamente adictas a
los smartphone. Conectadas, no sé si exageración será decir “todo el tiempo”, a estas tecnologías portátiles. Quizá
en redes sociales, en páginas de chat, en You Tube, en Instagram y otros. La
idiosincrasia pareciera ser: “me conecto, luego existo”. Los vi con la mirada
atada a las pequeñas pantallas privándose de la maravilla de quienes pueden
tener su mentón alto y contemplar los cielos, la tierra, el árbol, el ave, la
flor, el suelo, el prójimo, el amigo, el hermano, el amor… la vida.
Atados los ojos
con una cadena invisible a estos conectores portátiles y con la felicidad
ignorada, marchan con nosotros, los desconectados, en mundos paralelos. Unos
con los pies en la realidad y otros con pies reales en la virtualidad. Quizá
porque con este recurso, los conectados, se sienten al encuentro con la
inmediatez, en donde “no hay lugar para la espera ni la imaginación, basta con
oprimir una tecla y se tiene amigos, amores, objetos y sexo; la internet y su
contenido a liberado al ser humano de exponerse ante el otro de carne y hueso;
con la pantalla en frente se vela la realidad propia para mostrar una ficticia,
una que le favorezca más y le libere de la angustia de saberse mirado, tocado,
cuestionado.”[1]
“¿Qué hace un
adicto a la pantalla tele-informatizada (el mundo fashion de los Twitter y los
Facebook) en su tiempo libre?
¡Consume!
¡Consume!
Consume
espectáculos, consume cultura, consume alienación informatizada, consume
casamientos y divorcios pagos, consume ideas "fashion", consume
vacaciones guiadas, consume ídolos faranduleros convertidos en estereotipos
sociales de los jóvenes, consume individualismo existencial, consume teorías y
discursos que ocultan el origen de la riqueza y la pobreza, consume información
que tapa la explicación de porqué tres mil millones de seres humanos viven en
la pobreza o en la indigencia extrema, consume el espectáculo de la riqueza (de
la minoría) que vive por los miles de millones que no consumen,...”[2]
Yo prefiero
la vida desconectada y la he llamado “vida unplugged”. Sí. Es la vida que se
abre al tacto humano, a las carcajadas en camaradería, al cafesito con la mirada embelesada en el
amanecer o atardecer o la belleza de mi mujer. Prefiero jugar fútbol, así sólo
sea para patear a mis amigos y desquitarme de sus pesadas bromas. Prefiero el
asaito con carbón, dejar tiznadas las manos de tanta fraternidad mientras
sonreímos a la sombra de los recuerdos. Prefiero hablar en persona, sobre todo
con Dios: doblar mis rodillas en el frío suelo y orar el Padre Nuestro con todo
el corazón, y por qué no, con mis propias palabras. Prefiero salivar mi índice
derecho para pasar las páginas de un libro que aporte placer a mi mente.
Prefiero posar mis labios sobre los de mi doñita y sobre las mejillas de mis
hijos a mandar un toque por facebook. Prefiero hacer de mis manos un cultivo de
bacterias saludando a todo mundo mientras pregunto, -¿qué hay de la vida?- a
mandar caritas por e-mail. Prefiero ir hasta el necesitado a brindarle pan
que publicar fotos de necesitados y no hacer nada.
Prefiero todavía
la vida unplugged.
Mejor dicho,
prefiero la felicidad.